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Estos cinco bramidos en los que esta dividido el texto vuelve a la idea de matar al padre, una patología más antigua que el mundo pero que no deja de intrigarnos, de preguntarnos constantemente porqué, qué esconde esa figura para tener la fijación con ella. A diferencia de La ira de Narciso, en El Bramido de Düsseldorf la simbología está mucho más presente. Simbología presente a nivel visual con una estética extremadamente fría, intérpretes encerrados en una caja blanca con apenas instrumentos. El lenguaje hiere y los gestos denotan lejanía, falta de afecto. Los personajes se hablan pero más allá de las palabras ni se tocan.
La música, tan presente en la obras de Blanco, aquí es una especie de terapia que sana que (des)conecta toda esa frialdad y nos devuelve escenas más amables. Al mismo tiempo que es quizás la parte simbólica que más fuerza da al relato. También ayuda al público a rebajar la tensión, a meterle dentro de la acción en los constantes giros, a pesar de que la dramaturgia ya tiene continuos guiños que le invitan a no apartar la mirada. Esos guiños son protagonizados por momentos cargados de ironía, una descarga irónica que dura más bien poco, en segundos nos vuelve a sumergir en los episodios más macabros de nuestra humanidad.
Quizás en grado sea la obra más obscena de las que llevamos vistas de Blanco. El grado de provocación, a veces, se le va de las manos, o quizás yo tenga mitificado a Bambi y la comparación con el régimen nazi me haya parecido una broma de mal gusto, más aún cuando, anteriormente en otra escena, la monstruosidad de la ironía me hubiera provocado arcadas. Dice Blanco que la muerte es más obscena que el sexo, después de cinco obras, ambas dos comparte el mismo grado de obscenidad en sus obras. Descartamos indiferencia.
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