L'adversari

informació obra



Intèrprets:
Pere Arquillué, Carles Martínez
Direcció:
Julio Manrique
Escenografia:
Alejandro Andújar
Vestuari:
Maria Armengol
So:
Damien Bazin
Il·luminació:
Jaume Ventura
Vídeo:
Cisco Isern
Sinopsi:

Pere Arquillué i Carles Martínez protagonitzen la relació entre un escriptor i un assassí. Un escriptor fascinat per la història real d’un home que va construir la seva vida sobre la mentida. Cristina Genebat, Marc Artigau i Julio Manrique s’uneixen per adaptar un dels llibres més notables de l’escriptor francès Emmanuel Carrère. Com Truman Capote a A sang freda, Carrère, un mestre de les autobiografies, va seguir de molt a prop tot el procés judicial d’un home, Jean-Claude Romand, que el 1993 va matar la dona, els fills i els pares quan estava a punt de descobrir-se que tota la seva vida era des dels 18 anys una única mentida. Julio Manrique ha convertit aquest document sobre l’abast del mal en una conversa entre escriptor i assassí.

Crítica: L'adversari

03/03/2023

El drama de adaptar

per Gabriel Sevilla

Adaptar al teatro lo que no se escribió para el teatro es una de las grandes obsesiones teatrales. Una fuente de obras maestras y de quebraderos de cabeza. De ahí salieron las tragedias griegas basadas en cantos de la Ilíada y la Odisea. De ahí el Shakespeare histórico inspirado en las crónicas medievales de Holinshed. De ahí los verbatim de Piscator a golpe de acta judicial y recorte de prensa. Y de ahí el teatro fronterizo de Sanchis Sinisterra, que igual escenificaba un capítulo de Joyce que el Poema de Gilgamesh. Pero antes que nadie, como suele pasar, los griegos ya le habían dado unas vueltas al tema. Y llegaron a algunas conclusiones que vale la pena recordar. Una muy obvia: el teatro funciona mejor cuando muestra que cuando narra, aunque sólo sea porque mostrar lo distingue de cualquier otra literatura. Otra muy razonable: los argumentos sencillos brillan más en escena que los largos y complicados. Si quieres representar la Guerra de Troya, decía Aristóteles, mejor centrarte en una batalla que resumir veinticuatro cantos épicos en dos horas. Y una para las tragedias: además de la trama, el héroe y el destino aciago, hace falta una ideología. Con esa palabra: unas ideas, un pensamiento. Por supuesto, uno no tiene por qué seguir estos consejos, y mucho menos porque se escribieran en dialecto ático. Desde Descartes al menos sabemos que los griegos se equivocaban mucho y que el argumento de autoridad no es un argumento. Ahora bien, si la adaptación teatral de un relato actual tropieza con piedras de hace dos mil quinientos años, hay razones para preguntarse si no podríamos haberlo hecho de otra manera.

L’adversari de Julio Manrique choca con algunas de esas piedras. La más evidente es adaptar con celo el enrevesado argumento de la novela de Emmanuel Carrère, la historia documental de los crímenes de Jean-Claude Romand, el falso médico de la Organización Mundial de la Salud que, durante dieciocho años, fingió una vida que no tenía ante su mujer y sus hijos, ante sus padres y sus amigos, arrogándose el título de medicina que nunca obtuvo, acudiendo a la oficina donde no trabajaba, gastando el dinero que no ganaba, hasta que un mal día, al verse acechado, prefirió asesinar a su mujer y a sus hijos, a sus padres y a su perro, antes que reconocer la verdad de sus mentiras. La versión de Manrique, firmada con Cristina Genebat y Marc Artigau, no se limita a los grandes embustes de Romand, ni siquiera a los medianos pero sintomáticos, sino que desgrana el argumento con prurito casi notarial, en un suma y sigue de datos y anécdotas que roza la sinopsis dramatizada. El súmmum de este absurdo celo verboso es la lucha a muerte de Romand con su amante, oculta a ojos del público, pero narrada al detalle por unos fríos sobretítulos que hacen de la escena un acta, mientras un inexplicable sofá escamotea el clímax del combate cuerpo a cuerpo. La letra impresa puesta en escena literalmente por encima de los intérpretes.

La otra piedra en el camino es el vaciamiento ideológico de la novela de Carrère. Manrique, Genebat y Artigau apenas nos hablan de los escrúpulos morales del escritor al novelizar la masacre de Romand, que hacían de su relato una mezcla incisiva y honesta de docuficción y autoficción. Tampoco sabemos mucho del morboso cóctel, en la cabeza de Romand, del ferviente catolicismo familiar y su compulsiva mitomanía, que marcaron su juventud y lo llevaron a negar, durante el juicio, hechos más que sospechosos con abstrusos razonamientos sobre el pecado, la confesión y el perdón divino. De todo eso apenas nos queda, en la versión de Manrique, Genebat y Artigau, el poso bíblico del título de Carrère, traducción del hebreo ‘Satán’, en referencia a la última visión de la beata madre de Romand, que no contempló a Dios como en un espejo, sino a su hijo como el Adversario. Pero esto es sólo la punta de un iceberg moral que ni siquiera se atisba.

La escenografía de Alejandro Andújar también desconcierta. Un salón perfectamente realista, que haría pensar en un drama burgués a puerta cerrada, si no fuera porque apenas sirve a la mitad de sus escenarios: ni la sala de juicio donde empieza el relato, ni el automóvil donde se exacerba el drama, ni el bosque de la infancia y los devaneos de Romand… Cuesta entender unos interiores tan detallistas para una historia que recorre espacios tan diversos, abiertos y diáfanos. También pesa el afán videográfico de Cisco Isern, aunque esto es una vieja herencia castorfiana, por mostrar unos fueras de campo y unos primeros planos sin mayor trascendencia dramática, bordeando a veces la grandilocuencia telefílmica. Sólo el espacio sonoro de Damien Bazin y las luces de Jaume Ventura ayudan a entrar físicamente en la historia, a recrear atmósferas narrativas o psicológicas de interés. Y la impresión general es que la dirección escénica de Manrique apunta una y otra vez al cine desde el teatro, quedándose en un extraño camino de en medio.

Si la función aguanta es gracias a Carles Matínez como Romand y, sobre todo, a Pere Arquillué como Carrère y como media docena de personajes más, levantando a pulso unos diálogos que, de otro modo, se desplomarían. Martínez es un Romand inquietante, el perfecto contraste entre las maneras pusilánimes del alma cándida y las horrendas confesiones del monstruo. Arquillué se pluriemplea en una interminable galería de secundarios que le ganan el sueldo y el cielo, y que lo obligan a pasar de la gravedad a la mofa en pocos segundos, forzando una vis cómica ajena al original (y al obvio espíritu de la tragedia) que delata una ansiosa captatio benevolentiae por parte de los adaptadores. La función, probablemente, se habría beneficiado de un tercer intérprete, femenino a ser posible, que hiciera de madre, esposa, amante y jueza de Romand, ahorrando a Arquillué su paródico transformismo.

Treinta años después del crimen de Romand, novelado por Carrère en 2000, adaptado al cine por Nicole García en 2002, y llevado al teatro por Frédéric Cherboeuf y Vincent Berger en 2016, una nueva versión de la truculenta historia sólo se justificaría yendo más allá de la anécdota, trascendiendo la atrocidad para que aflore algo más. El montaje de Manrique, Genebat y Artigau, estrenado en octubre de 2022 en el Teatro Municipal de Girona, dentro del Festival Temporada Alta, parece conformarse con algo menos. Y es ahí donde decepciona. Vuela raso sobre la banalidad del malvado argumento y, al mismo tiempo, pone una frustrante sordina a sus turbulencias ideológicas, al torturado vínculo del narrador con el protagonista, y de cada uno consigo mismo. Y así es como L’adversari se queda en una tibia versión teatral de un suceso de cierta data, en el trasunto escénico de una novela que sólo revitaliza el talento de sus dos intérpretes. Desgraciadamente, no hay mucho más que eso. Nada muy distinto a esa televisión en boga que presume, legítimamente, de narrar truculencias sin ficción. Del teatro, uno espera algo más. Adaptar al lenguaje del drama, no repetir el drama de adaptar.