Èxits en òperes com Maria Stuarda, La fille du régiment, Rigoletto o I puritani han fet néixer un idil·li entre Javier Camarena i el públic del Liceu.
El tenor mexicà torna al teatre barceloní, ara per primera vegada en un recital, al servei de pàgines líriques memorables.
Todos los que hemos oído a Javier Camarena sabíamos que el sábado pasado era un día especial. Era un recital muy esperado, conocíamos el programa, especulábamos sobre los ancores, hablábamos de su incursión en el repertorio francés…
“Si la doctora no viene a darme el alta, me levanto y me voy”, me dice un cercano amigo desde el hospital donde le hacían una pequeña intervención.
Sí le dieron el alta, sí que llegó al teatro. Faltaba más.
Presintiendo a las multitudes llegué al teatro temprano y ví a otra amiga recargada en uno de los pilares de la entrada: “No podía de nervios, para estar en mi casa viendo chorradas, mejor me vine al teatro.”
Dicen que desde un recital de Pavarotti y algún otro, no había tanta gente en el teatro. A los costados del escenario cuatro filas de cada lado para albergar a los últimos que compraron las entradas in extremis. La verdad es que yo, a quienes envidiaba era a los del centro del quinto piso que seguro escucharían como nadie. A quien no envidaba era a Camarena, ¡Cuánta presión! ¡Cuántas ilusiones esperándolo!
Y él enfermo.
Con una valentía que puede incluso rozar la osadía comenzó el dificilísimo programa sin cambiar una sola aria. Ángel Rodriguez no es sólo su pianista, es su cómplice. Lo que logran juntos tiene mucho de excelencia comprobable y mucho de alquimia inexplicable.
Sorprende la desnudez tremenda de estos dos artistas, solos en medio de dos mil quinientos seres expectantes, creando belleza en una comunión que solo se construye con trabajo continuo y común.
Su Romeo sonará en nuestros oídos por días, Lalo nunca imaginó un intérprete tan extraordinario para su música y Donizetti, seguro, habría escrito más óperas para que las cantara él.
Nada de lugares comunes en la primera parte, sólo un caballito de batalla, arias hermosas, poco conocidas y tremendamente difíciles, que no traen aplausos fáciles pero que, precisamente por eso, dejan una impronta en el espectador de novedad, de privilegio.
Los espectadores al lado derecho del escenario levantan los pulgares felices. Al crítico sentado junto a mi lo regañan los compañeros de asiento porque hace ruido al escribir en la oscuridad, pero es que necesitamos tomar notas ¿Cómo recordar todos los detalles?
Dos compases después me doy cuenta de que lo realmente difícil será olvidarlos.
En el intermedio los conocedores decían:
-No está enfermo, ¿cómo va a estar enfermo? ¿No oíste ese re sobre agudos y esos dos como soles? Es neurosis de cantante
- Que sí que lo está, que se oye levemente en los graves…
-Pues ojalá así se enfermaran varios tenores que yo me sé.
Maldita costumbre de los espectadores de no apagar el móvil. Camarena tiene que parar la introducción de È servato a questo acciaro… y reclama con toda razón: “Pero si les avisan…”, pero nada, tuvimos que soportar dos descuidos más. Indignante.
¿A quién puede importarle que un impertinente resfriado moviera el si de su lugar, cuando nadie nunca había cantado la desolación y desamor de Edgardo como él? La ovación de casi cinco minutos que le siguió demostró que, prácticamente, a nadie.
Estoy segura de que el noventa por ciento de la audiencia no entendió del todo la frase tan mexicana: “pongan changuitos para que pueda con lo que viene,” pero es que daba igual, porque el aria de Martha y el final, con el aria y cabaletta de Alfredo, van a quedarse mucho tiempo en la memoria de ese teatro que de changuitos sabe poco.
El teatro en pie. “Está enfermo, no lo hagan salir de nuevo” decía una espectadora. “Que no cante, que nos deje darle las gracias por lo que ha hecho” le responde su acompañante.
Ajenos a esto, Camarena y Rodríguez dan dos ancores. El segundo lo presenta y canta en catalán. Una voz de la herradura grita: “Javier, t’estimem!” y de nuevo sale el mexicanísimo “¡Chin! No sé cómo decir que yo también.”
A pesar de los problemas con la letra (que no con la pronunciación), con el resfriado y con el cansancio, que se le notaba ya, yo veo a una señora, en la fila delante de mí ,que no para de llorar cuando el interpretó Rosó.
“A los catalanes les dices tres palabras en catalán y se vuelven locos” me dice mi compañero de asiento. Sí, ya lo sé, pero lo que pasó ahí era mucho más.
Lo que pasó en ese momento fue una de esas raras ocasiones en las que la ópera deja de ser un arte efímero porque va a quedar en tu memoria hasta el día en que ya no estés aquí, porque cada uno de esos espectadores lo contará a sus hijos y a sus nietos, y porque los críticos lo reseñaremos buscando las palabras más acertadas sin encontrarlas nunca.
Ese momento único e irrepetible en el que algo extraordinariamente humano pasa y el tiempo se detiene. Eso, que nos hace volver a cada función y a cada temporada.
Camarena tiene mucha razón, la imagen del Divo tiene que cambiar, no puede seguir siendo la del “dios del canto”, la del ser inasible, superior o intocable. Hemos cambiado de siglo, debemos cambiar de ideas. La tecnología nos ha deshumanizado, pero la voz sigue siendo la expresión más potente que tenemos como seres vivos, como especie.
Vulnerable, entregado y comprometido, Javier deja de ser el tenor de los agudos y se convierte en el artista que nos devuelve lo más humano de la lírica y, claro, eso lo convierte en inolvidable.