Público y crítica han recibido con general frialdad el último estreno de Ivo van Hove en Londres. Una respuesta de entrada sin relación directa con la hostilidad manifestada por algunos popes del teatro británico -entre ellos David Hare- ante la llegada de directores europeos continentales con su “teatro conceptual”. Un fenómeno tolerado como pasajero exotismo hasta que Van Hove -señalado por los guardianes de las esencias- comenzó a sumar atención, elogios y premios con los estrenos de Hedda Gabler y A View from the Bridge, un enorme éxito en el West End y Broadway. Si estos “caprichos” -pensaron alarmados los mandarines- funcionan se podría producir un indeseado efecto contagio a este lado del Canal de la Mancha. Con el matizable “fracaso” de Obsession quizá se han tranquilizado, aunque el fenómeno Van Hove no tiene visos de remitir en Londres: ya está anunciada su adaptación de All About Eve con Cate Blanchett en el papel de Margo Channing como espectacular cabeza de cartel.
Obsesión rima con pasión para los londinenses. El espectador y los críticos esperan calor sexual, un arrebato físico, un ardor de las hormonas, un instinto gonadal cuando la promesa es una versión escénica de The Postman Always Rings Twice de James M. Cain. Es el recuerdo de Jack Nicholson y Jessica Lange embadurnados de harina y deseo sobre una mesa de cocina. Es la esperanza de reencontrarse con el mito de la femme-fatale. La aparición de Lana Turner vestida de inmaculado blanco para derribar en un abrir y cerrar de ojos todas las defensas de John Garfield. La primera imagen que reciben en el Barbican Centre es desconcertante. Un vacío conceptual. Un proyecto en gris de una arquitectura de la desolación de Hopper. En el centro, dominando el espacio, el tótem de la tripa mecánica de un coche. Una escenografía sin temperatura. Pero los cuerpos Halina Reijn y Jude Law aún no se han encontrado y todo es posible.
La decepción no tardará en llegar. Por dos motivos, ambos por inclinación y elección del director. La atracción sexual es un elemento frecuente en los montajes de Ivo van Hove sin que se traduzca en una cuestión de piel. En una propuesta anegada de sofoco monzónico como De stille kracht el círculo vicioso de la sociedad colonial nunca suda sus impulsos más sensuales. El sexo es para el director holandés un objeto importante de análisis que no pasa por lo primario. Y además tampoco es el motivo central en Obsession. La tría de la versión de Luchino Visconti de la novela negra de M. Cain (Ossessione, 1943) le permite abrir el foco de su dramaturgia y distanciarse de la claustrofóbica relación física entre los dos protagonistas, una trampa de sexo y muerte cada vez más asfixiante, tal como la filmaron Tay Garnett y Bob Rafelson.
Visconti introduce importantes variables que Van Hove utiliza libremente para construir su propio discurso: la ruptura de la telaraña que se teje alrededor de Gino -una huida a la larga estéril-, nuevos personajes, sobre todo el encuentro con “El Español” (en el Barbican rebautizado como Johnny) y un importante giro sobre la mirada del objeto del deseo, que pasa del cuerpo de la mujer al del hombre. Pero a Van Hove le interesa principalmente el terror existencial que a Gino le genera verse atrapado y tener que abandonar el anhelo de vivir sin raíces. Un alma libre ante un horizonte ilimitado que sólo podría compartir -si quisiera- con otro hombre, el único dispuesto a seguir con él su eterno camino. Hanna en cambio es la satisfacción del deseo y la condena de la estabilidad, de cargar con “la vida de un hombre muerto”. Un dilema ante el cual sucumbe de manera trágica.
Se malinterpreta a Van Hove cuando en la entrevista del programa de mano proclama que su dirección de escena versa sobre la “fuerza de la devoradora de la pasión”. La mayoría se verá tentada de leer en estas palabras la idea de un ritual amatorio cercano a la Mantis Religiosa cuando el director quizá dirige su mirada hacia las fuerzas destructivas que cercenan la libertad de un hombre alejado de las convenciones de la sociedad. La elegía de un anti-héroe cantado por Woody Gultrie. Es posible que haya visto en Gino-Frank el reflejo romántico de un vagabundo por destino y elección, un drifter, uno de esos hobos que surcaban Estados Unidos durante la Depresión subidos a los trenes de mercancías con su propio código ético. Un personaje sacado de On the Road de Kerouac. Neal Cassady como lejana inspiración, aunque para un espectador habituado al teatro catalán también se imponga la sombra de un Manelic con menos inocencia, pero con la misma conexión directa y atávica con la naturaleza. Qué otra cosa pensar ante la potente imagen que crea Van Hove cuando en el austero escenario levanta de la nada un horizonte de mar embravecido con Gino enfrentado a las fuerzas de la naturaleza como una mancha de David Friedrich. Aquí sí que se siente el éxtasis. El mismo que la sala ha echado de menos cuando el sexo domina la escena.
No es un problema de falta de química entre Halina Reijn (maravillosa actriz de la tropa del Toneelgroep) y Jude Law (correcto oponente). Es una simple cuestión de acento, de electrizar más con el obsesivo cálculo de una mujer que pretende prosperar casado con el hombre que quiere -aunque tenga que pasar por el asesinato- que por su conexión física.