La forza del destino és una òpera de maduresa de Verdi. Estrenada quatre anys després d’Un ballo in maschera, moment molt especial de la seva producció, coincideix amb el gust de l’època per una mirada cap l’exotisme d’altres mons. Centrat en aquesta fascinació per la cultura espanyola, Verdi escriu Ernani (1844), Il trovatore (1853), Don Carlo (1867) i La forza del destino (1862).
L’acció s’inicia amb el somni de dos amants, Don Alvaro i Leonora, preparant-se per la fugida, però els dos amants són sorpresos pel pare de la jove. L’infortuni els perseguirà quan Don Alvaro, mentre llança les seves pistoles a terra, una es dispara involuntàriament i mata el pare: la fortuna és capritxosa i es riu del destí dels homes.
Només el talent de Verdi podia transformar un enrevessat argument, farcit de tòpics de l’escola romàntica espanyola, en una òpera que és la quinta essència del repertori italià del segle XIX i un autèntic miracle musical.
La excelente batuta del italiano Nicola Luisotti, que en su debut liceísta hizo lucir a la Orquestra Sinfónica acometiendo la bella partitura verdiana, y la presencia de Anna Pirozzi y Brian Jagde al frente del reparto fueron las notas más destacadas del regreso de ‘La forza del destino’ al coliseo de la Rambla 12 años después. Lástima que la fuerza del título no acompañara a la propuesta escénica de Jean-Claude Auvray. Flojea la dirección de actores y la apuesta por el minimalismo y la austeridad dejó pocos detalles para el recuerdo. Hay apenas una gran mesa, una butaca, telones y, como elemento principal, un enorme cristo de unos cuatro metros –primero colgado de espaldas al público en la escena del convento de Hornachuelos y, en el desenlace, sobre el suelo en diagonal-. Los movimientos de masas y alguna coreografía aportan ritmo y colorido, llenando en ciertos momentos el escenario, pero el protagonismo recae en la dimensión musical: orquesta, voces y coros, lo más sobresaliente de la función.
La virtuosa soprano napolitana Anna Pirozzi demostró su gran dominio de registros como Leonora -aunque en alguna escena se la vio algo fría en lo dramático, carente de suficiente pasión-, mientras que el tenor norteamericano Brain Jagde, en el exigente papel de su amado Don Álvaro, fue ganando fuerza hasta despuntar a partir del tercer acto, sumando a su poderío y belleza vocal una destacada expresividad. La pareja de infortunados enamorados fueron los más aplaudidos de la velada, pero también destacaron el enérgico Don Carlo del barítono Artur Rucinski; John Relyea, como un Padre Guardiano de cavernosa sonoridad; un Pietro Spagonli con una apreciable comicidad en el papel del barítono bufo Fra Melitone y la gitana Preziosilla de una entregada Caterina Piva que aportó mucha frescura al personaje.
Gran reparto y gran trabajo del participativo coro para una ópera brillante en lo musical, pero más cuestionada en el libreto, inspirado en la obra ‘Don Álvaro o la fuerza del sino’, del Duque de Rivas, con algunas incongruencias en la historia, que salta de Sevilla a Italia (donde se alían soldados españoles e italianos contra los alemanes), arrastrando a los personajes. Una trama de amor y venganza, impregnada de religión, que viste de fatalidad las vidas de los protagonistas.
Verdi endulzó el final en una revisión de 1869, salvando al héroe romántico -ya había suficientes cadáveres en la tragedia-, y añadió una magnífica obertura, con el clarinete de estrella, que aquí se inserta tras el primer acto. El encargo de la ópera por el Teatro Imperial de San Petersburgo pilló al compositor ejerciendo, a regañadientes y de alguna forma forzado, de diputado en el primer parlamento italiano, en 1861. Como aparece en la función, por aquellos años se había extendido el eslogan VIVA VERDI como acrónimo de ‘Viva Vittorio Emanuele Re d’Italia’, quien era rey de Piamonte antes del ‘Risorgimento’ (o reunificación), al que contribuyó Verdi con sus óperas, convertidas en banderas de identidad del proceso de unificación italiana.
El destino no ha tratado bien a este título que se ha llegado a tratar de ‘La innombrable’ por el mal fario que lo ha acompañado. Fallecieron el libretista de Verdi, Francesco Maria Piave, y el barítono estadounidense Leonard Warren -este en plena representación en 1960, cayendo desplomado tras cantar el aria ‘Urna fatale’-, entre otros incidentes. Su halo maldito hizo que Luciano Pavarotti evitara cantarla y algunos coliseos le cerraron las puertas. Por suerte, el Liceu, ajeno a las supersticiones, lo ha vuelto a programar concediéndole el destino que se merece.