Festival escènic sagrat basat en llegendes medievals sobre el sant Grial i la llança de Longinus, Parsifal és la darrera partitura de Richard Wagner. Obra de caràcter simbòlic, exemplifica millor que cap altra òpera el concepte de la redempció. Parsifal, l’heroi que ignora els seus propis orígens i fins i tot el seu nom, personifica la innocència i la compassió.
L’estrena de Parsifal als grans teatres d’òpera a partir del 1914, moment en què van prescriure els drets exclusius que tenia el Festival de Bayreuth des del 1882, va provocar un important impacte a Barcelona. A mitjanit del 31 de desembre del 1913, el Liceu s’avançava a la resta de teatres del món per descobrir una partitura colossal.
Aquest muntatge de Claus Guth, segurament un dels més aclamats, té la mirada posada a la vella Europa tant ben explicada a La muntanya màgica de Thomas Mann. Coproducció del Gran Teatre del Liceu i l’Opernhaus Zürich del 2011, interpreta l’obra fora del context de l’època en què va ser escrita. La recerca dels Cavallers del Grial en un redemptor està correlacionada amb la desorientació i cerca de significat en els anys posteriors a la Primera Guerra Mundial, i en última instància reflecteix els esdeveniments que van portar al cop d’estat a Alemanya l’any 1933: un decadent hospital per a lesionats de la guerra, inundat de traumes i desànim, on les esperances dipositades en un nou líder només portaran a un nou desastre. Centrada en el símbol i el mite, mostra la decadència moral i física en el si d’una saga familiar. Un conflicte que l’amor i el perdó podran resoldre.
Josep Pons, exescolà de Montserrat que somniava en aquest títol ja des dels seus anys al monestir, ens conduirà pels misteris d’aquest monument musical extraordinari amb un repartiment vocal de luxe que inclou Nikolai Schukoff, Elena Pankratova, René Pape, Matthias Goerne i Evgeny Nikitin. Sens dubte, un dels moments més commovedors de la temporada.
La última ópera de Wagner, y la más religiosa, es una turbulenta amalgama de castigo y redención, magia y seducción, que parte de un relato medieval sobre los caballeros guardianes del Santo Grial. El aclamado director escénico Claus Guth ha trasladado con acierto la historia a la traumatizada y desorientada Alemania de entre guerras, empezando por un decadente hospital de heridos de la primera guerra mundial y acabando con la irrupción del nazismo. Tras su estreno en el Liceu en 2011, la producción vuelve a seducir al coliseo barcelonés con una puesta en escena de factura impecable. Un reparto de lujo y la batuta detallista de Josep Pons, que supera con muy buena nota el gran reto de la monumental y preciosa partitura wagneriana, apuntalan el éxito de la propuesta que, no olvidemos, se alarga durante cinco horas y contiene pasajes (especialmente en el primer acto) de una densidad y complejidad no apta para todos los públicos.
Una gran estructura giratoria dinamiza el montaje y permite recrear múltiples espacios, desde patios, a rincones y escalinatas, pasando del hospital de lisiados a estancias de un palacio en ruinas. Preceden a cada acto unas proyecciones videográficas que muestran los pasos del protagonista, Parsifal, en el camino hacia su destino mesiánico. El esmero de Guth alcanza también el aspecto dramático de los personajes, logrando un sensible trabajo actoral. Tanto en esta faceta como en la vocal se lucieron René Pape, que firma un imponente y espléndido Gurnemanz, y Evgeny Nikitin, estelar como Klingsor, el malo de la película. Matthias Goerne, sin embargo, no pudo igualar su aclamado Wozzeck de la pasada temporada con un Amfortas falto de fuelle. La excelente soprano rusa Elena Pankrotova brilló con su poderío vocal y dramático dibujando a una intensa, temperamental y, a veces, seductora y penitente Kundry, reflejo de la Magdalena cristiana. Ella es la tentación pecaminosa que utiliza Klingsor para desestabilizar el orden del Grial.
El tenor austriaco Nikolai Schukoff dibujó bien la confusión e inocencia de Parsifal y se mostró sólido en lo vocal. Es un pobre diablo que camina desorientado hasta que, tras llevar la redención y el perdón a los torturados personajes, al final, en un giro desacralizador de Guth, abraza la esvástica nazi erigiéndose en símbolo de cómo el poder corrompe. De la inocencia al fanatismo hay, como del amor al odio, solo un paso y así lo propone el regista.
Las muchachas-flor, encargadas de seducir a los caballeros puros, animan la escena como alegres chicas de charlestón. Chirrían, eso sí, los farolillos rojos chinos que asoman en el mismo segundo acto. Hay otros apuntes muy acertados, como el soldado ciego que en el primer acto rememora su trauma retorciéndose en su dolor o la despedida de Kundry, con la maleta de los exiliados. La escena final es otro gran hallazgo. Con el héroe mesiánico transformado en líder totalitario, emociona ver a Amfortas y Klingsor consolándose mutuamente, resignados a una existencia sinsentido. Brillante.