Al segle XVIII, la llengua francesa tenia com a ambaixadora més important l’actriu Adrienne Lecouvreur: sobirana de les tragèdies de Voltaire, dels versos de Racine i Corneille, i de la declamació cantada de la Comédie-Française.
La seva vida es va fer curta, ja que la va sobrevenir la mort als 38 anys. La seva relació amorosa amb el mariscal Maurici de Saxònia va activar la gelosia de la duquessa de Bouillon i, a continuació, es va produir un misteriós accident, en què la llegenda va voler que un ram enverinat, ofert per la seva rival, fos el causant de la seva mort. La gelosia, causada per unes fissures impossibles de curar, és el poderós vehicle que desencadena aquesta tragèdia. El rebuig de l’Església a fer-li un enterrament cristià va commoure la societat de l’època.
Doce años después de su estreno en el Liceu, la deslumbrante producción del David McVicar de la obra maestra de Francesco Cilèa sigue cautivando al público apoyada en la espléndida escenografía de Charles Edwards, el precioso vestuario de Brigitte Reiffenstuel y una dinámica puesta en escena, cuya reposición firma Justin Way. El montaje nos traslada de las bambalinas de la Comédie Française al lujo noble y palaciego; los espacios de la Francia barroca que acogió los triunfos artísticos y las cuitas sentimentales de la actriz Adriana Lecouvreur (1692-1730), que acabó, según se especuló, envenenada por la duquesa de Bouillon, celosa de sus amoríos con el mariscal Maurizio de Sajonia. Una historia real de película y culebrón que Cilèa convirtió en ópera con su hermosa partitura romántica.
El baile de cancelaciones del elenco inicialmente previsto ha llevado a una feliz coincidencia en el segundo reparto: la presencia de Aleksandra Kurzak y su marido, Roberto Alagna, como pareja de amantes protagonista. Se aunaron así las pasiones veristas y las verdaderas con dos brillantes y sentidas actuaciones muy aplaudidas por el respetable. La soprano polaca, que debutaba en el rol, se lució con sus bellos agudos y color vocal y despuntó como actriz, defendiendo muy bien los matices del personaje, desde que se declara “humilde esclava del genio creador” en el aplaudido aria de entrada, a su emotivo final, que requiere gran intensidad dramática. Alagna, recibido con algunos bravos al salir a escena –ya actuó en el 2012-, firmó un gran trabajo vocal e interpretativo. Asumió su papel con efusiva pasión y sentimentalismo –cubrió literalmente de besos a su mujer, amante en la ficción-, y mostró una gran proyección de voz.
Completó el triángulo amoroso la también muy celebrada mezzosoprano francesa Clémentine Margaine, que fue la visceral Carmen de Calixto Bieito esta misma temporada. Dibujó con mucho temperamento, calidad y proyección a la envidiosa y despechada princesa de Bouillon, la rival vengativa de la protagonista. Muy creíble asimismo fue el estupendo trabajo de Luis Cansino, que envolvió de ternura a su Michonnet, resolviendo con gran naturalidad su mal de amores y emocionando en ‘Ecco il monologo’.
Además de hurgar en las pasiones humanas, la obra es un homenaje al teatro que McVicar plasma con maestría, jugando muy bien las cartas de la metateatralidad del libreto. Gran acierto la disposición de la caja escénica giratoria que nos sugiere al mismo tiempo el escenario de los éxitos de la famosa actriz y los bastidores con los camerinos donde, entre otras escenas, vemos al bueno de Michonnet planeando declararse a la diva para luego lamentarse al saber que su corazón es de otro y convertirse en su padre confesor. Brillante asimismo que en el último acto la escenografía se despoje de todos los lujos para acoger entre el triste armazón de las bambalinas la trágica muerte de quien fue considerada la mejor intérprete de Racine. Destaca también, en el tercer acto, la deliciosa coreografía de Andrew George evocando los ballets de corte de Luis XV. Peor resuelto es el encuentro imprevisto entre las dos rivales, Adriana y la princesa, en el que no se revelan sus identidades. Se supone que no se ven los rostros, pero no hay ningún elemento que los oculte –unos velos hubieran funcionado bien-, aunque, eso sí, se sugiere la oscuridad cuando Adriana (cuya identidad descubrirá después la princesa en una fiesta al escuchar su voz) va apagando las velas de los candelabros y la bella iluminación de Adam Silverman se hace muy tenue.
Un estupendo final a la temporada de ópera escenificada que el coliseo agradeció con efusivos aplausos. Como contaba un veterano espectador, el público liceísta, mayoritariamente, sigue prefiriendo las lujosas producciones de época a las lecturas posmodernas.