Fevrònia, una innocent camperola, aconsegueix salvar la seva ciutat de l’atac dels tàrtars. Va demanar un desig i es va complir: Kitej es va fer invisible als ulls del món. Però hi ha una porta secreta per accedir-hi. Rimski-Kórsakov va compondre un autèntic monument a l’ànima eslava –com el que reivindicava Tolstoi– fet música. En el debat etern entre Occident i Orient, el compositor va optar clarament pel segon univers, amb els seus misteris i llegendes ancestrals. Una partitura que recull amb ambició wagneriana el patrimoni de la tradició musical russa, tant la popular com la religiosa, amb el poble (el cor) com a veritable protagonista central. Resulta sorprenent l’estreta relació que existeix entre aquesta òpera i el Liceu. Aquí se’n va representar la primera posada en escena fora de les fronteres russes i durant una dècada (1926-1936) va ser el títol preferit indiscutible del públic barceloní.
La leyenda de la ciudad invisible de Kitej o cuando la ópera deja de ser un asunto de estrellas.
Si consideramos que la ópera obedece a la definición del teórico Kurth Pahlen “… es una palabra magnética. Implica un encanto que ninguna otra manifestación artística puede brindar. Es a la vez música, teatro, luz, color, movimiento. Es una emoción tanto sensual como espiritual”, debemos aceptar que no hay una producción más cercana a ella que la que el Gran Teatro del Liceo de Barcelona presenta durante este mes. Pero también debemos aceptar que no es lo común ver esto en nuestros escenarios operísticos.
La ópera se nutre de las grandes figuras, muchas de ellas mediáticas. Cada teatro tiene sus divas legendarias, hay muchísimos espectadores que corren a ver una estrella en una ópera y muchos menos que buscan la obra antes que sus intérpretes. No es cuestionable, es un hecho.
Sin embargo, cuando uno puede disfrutar de una ópera donde el conjunto es la estrella, donde la orquesta el coro, los quince solistas y el equipo de producción son igualmente extraordinarios y forman un maquinaria teatral emotiva y precisa por igual, uno comprende la grandeza del género operístico y su complejidad semántica.
Escrita en una época de efervescencia política y social de la Rusia pre-revolucionaria, esta obra es una de las cumbres de la búsqueda de Korsakoff de su personalidad musical. Las principales características de esta obra podríamos decir que son: una orquestación extraordinaria, llena de colorido y texturas musicales vitales, personajes interesantes escritos para las voces graves y aterciopeladas que caracterizan la vocalidad rusa y un tema espirtual-religioso .
A pesar de la media hora de retraso en el inicio de la función, debido a una huelga convocada por el comité de empresa del teatro y al minuto de silencio que se pidió por memoria de Lluís Andreu -director artístico del Liceo en la primera época del consorcio- los espectadores esperaron pacientemente y disfrutaron enormemente de una producción cuidada, hermosa y perfectamente bien realizada.
La escenografía del primer acto (extraordinaria recreación del otoño ruso) arrancó exclamaciones de admiración y aplausos en los espectadores. Los siguientes actos hicieron una clara metáfora entre el catolicismo y la ideología socialista que llevó a un manejo excelente del coro y los extras. Las actuaciones y todas las acciones escénicas dentro de una lógica inventada por la metáfora escénica, además de una naturalidad que recuerda mucho la escuela rusa de actuación, nos dieron el regalo de cuatro horas y media de ese espectáculo maravilloso que es la ópera, cuando todo funciona bien.
Impresionante el dramatismo que se logró en el tercer acto, cuando la población es asesinada y hermosa la metáfora del paraíso en una pequeña e idílica cabaña en el bosque, llena de acciones cotidianas.
El elenco en general quizá sea el más equilibrado que se podría tener para esta obra, con excepción de la intérprete del personaje Sirin, Larisa Yudina, que pecó de estridencia. En cambio la protagónica: Svetlana Ignatovich, nos regaló una actuación sin fisuras, con una voz de registro uniforme, oscura y aterciopelada, dio vida a una Fevrònia angelical cuyas frases musicales rayaban en la maestría.
El hecho de que los mayores aplausos fueran para la orquesta y el coro, nos deja ver que este montaje es realmente un trabajo de conjunto, donde el iluminador era tan virtuoso como la soprano. Toda una experiencia.