Els agradaria ser radicals, però els faltaria coherència. Els agradaria ser conseqüents, però els faltaria vida. Un seguit de dubtes sobre la revolució seran explorats en forma de paisatges corporals, de landscapes físics, de postals politicosocials sense remitent les protagonistes de les quals han abandonat i assassinat la seva low cost revolution.
Ens deshumanitzem i cosifiquem: som números per la Seguridad Social, IP’s per Facebook, DNI’s per l’Estado, coses pels nostres veïns. Això fa que acabem navegant soles pel planeta, que ens sentim sense suport, fora de cap possible comunitat, de cap configuració de cooperació. Soles davant del perill.
Som unes radicals de merda. Hem intentat participar en moviments radicals, formar part d’un col·lectiu que es presti al radical, canviar el món a hòsties si feia falta i no hem pogut. La mena de misèria en la qual es troba enfonsada aquesta societat complexa, converteix a la qüestió revolucionària en una constant inabandonable fins a l’apocalipsi de cadascun. No és cosa d’unes hores, d’uns dies, ni fins i tot d’uns mesos, no, això té a veure amb l’existència, amb carregar-te de paciència i lluitar a FULL. All day, all night.
Cuando los “espaldas plateadas” de la cultura se ponen estupendos con la teoría de la involución de la especie habría que cogerlos del brazo y arrastrarlos hasta la Sala Atrium para enfrentarse a la excepción que desmonta el catastrofismo de la inteligencia en recesión y extinción. My Low Cost Revolution -proyecto teatral afiliado al escepticismo critico, hedonista y militante- es la creación de un equipo de artistas entre los 24 y 25 años que en poco más de una hora hacen pensar, sentir y reír sin estrujar la fruta de la mirada generacional. Es obvio que el discurso está imbuido de la experiencia de personas que aún usan el Carnet Jove. Pero lo que plantean tiene un valor que traspasa los tópicos generacionales. El mensaje sin límite de edad de la profunda brecha entre la lucha por los ideales y las pequeñas claudicaciones y contradicciones con las que escribimos las traiciones de nuestras biografías.
El reconocimiento sincero -planteado con una radical e inteligente (auto)ironía- de que tras cada Che Guevara o Rosa Luxemburg en potencia en Instagram hay un pequeño miserable ser humano atado a sus defectos y rutinas. La revolución que cuyo primer enemigo a batir es la pereza, la envidia, la avaricia, la soberbia. Sobre todo la poderosa “mandra” que impide zafarnos de la comodidad de nuestros rituales de consumo o de pensamiento. Incendiar las redes y el sistema capitalista y después encargar comida a domicilio y alimentar la economía del precariado. La doble faz ingeniosamente expuesta en el discurso paralelo que Francesc Cuéllar -nuevo dramaturgo surgido de la zona de influencia de Sílvia Ferrando y José y sus Hermanas- presenta en el fragmento dedicado a la propiedad. Mientras Nikole Portell, micro en mano, desmonta el tinglado economicista de la posesión y sus hipotecas, Glòria Ribera y Agnès Jabbour escenifican una relación personal posesiva. Una a otra robándose el aliento mientras de reojo buscan con quien traicionar ese vinculo. Un montaje para entender que la incoherencia es la base de nuestra existencia.
El texto es tan potente que se nota cuando calla el discurso y el espectáculo tiene que defenderse sólo con la parte más performática y física. El peligro del tiempo muerto. Aunque también en la expresión silente y abstracta hay hallazgos como la coreografía de golpes bajo un casco de motorista. Pero sobre todo funciona por el desenfadado tono irónico de la propuesta y la acusada personalidad de las tres actrices. Individualidades tan desarrolladas en el proceso de creación que es difícil fijar dónde acaba la aportación de Cuéllar y dónde empieza las de Jabbour, Portell y Ribera. Es tremenda su capacidad para destrozar sólo con una mirada franca y sardónica -difícil de aguantar y responder- todos los clichés caducos sobre lo femenino. Como acribillan el mito de la princesa Disney, dejándonos con la divertida duda si no se han guardado en la mochila una tiara de centelleante strass como un guilty pleasure. Como usan el cuerpo para lanzar mensajes y buscar interrelaciones. Como entretejen sus propìas historias y raíces en el discurso general.