Imagineu-vos una festa. Vosaltres l’heu organitzada. Sona música. Hi ha gent ballant, rient, bevent. L’ambient és alegre, distès. I al racó, apartada de tot, sola, hi ha aquella persona a qui tothom ignora. La persona que tot ho observa. La que tot ho sap. La persona solitària del racó. Benvinguts.
La compañía Espai en construcció se acerca en las relaciones personales en su segunda producción, un trabajo de creación colectiva en el que se muestran tres concepciones diferentes y actuales de las relaciones de pareja. Cristina -Blanca Soler-y Marc -Xavier Pàmies- viven una historia de amor bastante típica, con escenas convencionales de comedia romántica y acompañada por la amistad de Júlia - Maite Bassa-. El principal interés de la función recae en el enigmático y fantasmagórico personaje, muy bien encarado, de Montse Bernad. Sin que se diga exactamente qué es lo que interpreta, la personificación de algo parecido al miedo, las expectativas o la falta de confianza en uno mismo se convierte en el epicentro de la trama y genera un punto de misterio y reflexión.
La idea es buena, pero se detecta una falta de desarrollo en los personajes. Si hace unos días alababa la estructura dramática de la obra Dos familias, en la que ante un conflicto se nos presentan tres puntos de vista de forma muy completa, a Si jo no hi fos sólo una de las visiones queda bien explicada, con una clara toma de partido del texto hacia el personaje principal. Salimos del teatro con la sensación de no entender suficientemente la visión de Marc, el otro miembro de la pareja, y de juzgarlo desde la perspectiva de la protagonista. La historia no invita al libre posicionamiento del espectador, sino que se lo da masticado.
Uno de los elementos más interesantes es la desnuda puesta en escena. La escenografía de Silvia Bernad hace que un marco rectangular con luces en los bordes sirva como único elemento para crear varios espacios muy diferentes, desde el realismo -un gimnasio, un museo, un bar...- hasta la metáfora. Bajo la dirección de Roger Ribó, los propios actores manipulan constantemente la pieza, con un ritmo ágil, movimientos precisos entre escenas y una gran belleza en la iluminación y el sonido. En este sentido, la guitarra eléctrica de Albert Martí tocada en directo complementa las acciones y añade con acierto una banda sonora llena de expresividad.
Al final, estamos ante un montaje interesante y bien ejecutado, pero al que le falta alguna escena que apoye las tres visiones sobre las relaciones amorosas que pretende representar. Una falta de concreción en el mensaje producida, tal vez, por la ausencia de una mirada dramatúrgica que termine de cuajarlo.