Juan Carlos Martel Bayod serveix Federico García Lorca la tragèdia d'una dona que no pot tenir fills sota la pressió social i el desig de ser mare. Amb espai escènic de Frederic Amat i música de Raül Refree.
Yerma és la protagonista i dona títol a una de les peces més aplaudides de Federico García Lorca. Un poema tràgic en tres actes que mostra el conflicte intern d’una dona que vol ser mare però no pot. Ella viu aquesta frustració en un entorn que fa indispensable la maternitat en una dona casada, les principals funcions de la qual són la casa i els fills. I dins seu, l’instint maternal lluita contra la repressió i l’obligació imposada.
La pressió social sobre la dona és un tema recurrent de l’autor, especialment en la maternitat, les aparences o la fatalitat del destí. I és present en les tres peces que conformen la trilogia rural: Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) i La casa de Bernarda Alba (1936). Tres tragèdies que uneixen mite, poesia i realitat en tres retrats de dona alhora oprimida i alliberada.
Lorca escribió un teatro posible y otro imposible. En el segundo grupo están El público, Así que pasen cinco años y la Comedia sin título, obras difíciles de ver aún hoy, aunque ya habitamos el futuro que, según el poeta, había de posibilitar sus utopías escénicas. En lo posible está todo lo demás, que sólo es un poco menos difícil que lo anterior. Porque no hay un Lorca fácil. Uno elige entre lo que no puede ser y lo que cuesta mucho que sea. Y Yerma está en la frontera. Es el más difícil de los Lorcas posibles. Una obra, según su autor, sin argumento, que lo fía todo a la vorágine interior de una protagonista atormentada por su nombre. Una tragedia de caracteres, como el Racine estático de Bérénice. Pero eso no es todo. Igual que Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba, las otras dos piezas de la trilogía lorquiana de la tierra española, Yerma ni siquiera es estrictamente una tragedia. Es un poema trágico, algo así como poner en escena uno de los desdichados romances del Romancero gitano, que para colmo mezcla el habla castiza de la España rural con metáforas de vanguardia. Por eso es tan difícil montar Lorca en general, y Yerma en particular. Oficialmente, es posible. Realmente, está al borde de no serlo.
Juan Carlos Martel, director de la obra y del teatro que la acoge, ha asumido un gran riesgo con este Lorca. Martel es discípulo, y sucesor en la dirección del Lliure, del mayor experto lorquiano en los escenarios de nuestro país de los últimos cuarenta años, Lluís Pasqual, alguien que ha llevado su pasión por el poeta granadino hasta el título de sus memorias (De la mano de Federico). Para Martel, hacer un Lorca en el Lliure es como matar al padre, la autoafirmación ante la alargada sombra del maestro en el propio hogar familiar. Más aún si uno piensa que la Yerma canónica, la que aún recuerdan los más viejos del lugar, es la de Víctor García de 1971, con una celebradísima escenografía de Fabià Puigserver, que da su nombre a la sala donde estrena Martel y que fundó el Lliure junto a Pasqual. En ese sentido, esta Yerma está llena de fantasmas, es pura intrahistoria del Lliure, un reencuentro con los demonios familiares. Y el resultado es valiente pero irregular, con grandes aciertos y algún resbalón.
El primer acierto es la escenografía de Frederic Amat, un monte de Venus cubierto de ceniza, metáfora visual de la infertilidad de la protagonista. Un paisaje lunar envuelto en cortinajes con platea a cuatro bandas. Una Yerma camerística y abstracta, deconstrucción de la “chocita en el campo” que canta la nana del primer cuadro, reducción de la ruralidad española a una lúgubre metáfora conceptual. Trabajar con Amat ha sido, sin duda, la decisión más sabia de Martel en este montaje. El veterano artista visual, que ya colaboró en los 1980 con Pasqual y Puigserver en la escenografía de El público, aporta enjundia y personalidad a la función, proyectando a Lorca al siglo XXI sin necesidad de aparatosas lanzaderas digitales. Se dice pronto, pero no es poco. Corriendo los tiempos que corren, una Yerma sin pantallas es un virtuoso voto de castidad posdramática.
El segundo acierto es la música. Martel interpreta Yerma como una canción de cuna, algo raro, aunque responde exactamente a las indicaciones del poeta. La obra, de hecho, empieza así, con una nana soñada por la protagonista, que cifra todo el mensaje de la función, como los sueños premonitorios de las tragedias griegas (que es justamente lo que deseaba Lorca: volver a la tragedia). Pero hacer de Yerma una nana tiene todavía otra virtud, y es que desbarata de inicio cualquier tentación realista, ayudando al público a aceptar el verso y las metáforas más rebuscadas de esta inverosímil España profunda. No es ningún descubrimiento, desde luego, que música y poesía forman un tándem eficaz, o que volver a la tragedia supone volver a la música y los coros. Pero a menudo se ignora en las versiones contemporáneas de Lorca. Y Martel no sólo no olvida, sino que redobla la apuesta con las composiciones a capela de Raül Refree. Irónicamente, este Lorca sorprende por ser estrictamente lorquiano.
El resbalón viene en la dirección de actores. Y el matiz es importante: no es un problema de reparto, sino de orientación del reparto. María Hervás, que aterriza con un Max bajo el brazo por su Iphigenia en Vallecas, que nos puso los pelos de punta en Jauría como víctima de La Manada, hace una Yerma extrañamente estridente, entre el sarcasmo y la incredulidad, abandonándose en algunos diálogos al puro histrionismo. Joan Amargós como Juan está también desdibujado. Algo sorprendente porque Amargós es un actor de talento al que hemos visto desde un hilarante Malvolio en Nit de reis hasta un sensibilísimo Prior en Àngels a Amèrica. Pero aquí recita sus frases sin convicción, reduciendo la sobriedad castiza a pura atonía. Ocurre más de lo mismo con el resto del elenco, con las honrosas excepciones de Camila Viyuela, que hace una María muy afinada, y Yolanda Sey en sus roles menores (muchacha, lavandera), que lleva literalmente la voz cantante y ofrece algunos de los mejores momentos de la función. Pero eso no borra el desentono general. Y es verdad: se trata del gran caballo de batalla del teatro de Lorca, cómo decir unos versos tan complicados, entre la campechanía y el vanguardismo. Martel centra bien los pasajes cantados pero no acaba de encontrar una prosodia para los diálogos, una manera convincente de hablar en lorquiano.
Con sus virtudes y sus defectos, esta Yerma marca una nueva etapa en el Lliure. Tres años después de llegar a la dirección, Martel parece mostrar su verdadera tarjeta de presentación, sus intenciones más serias como creador, al margen de su perfil de gestor. La apuesta es valiente por todo lo que implica. Y eso hay que agradecerlo, más allá de los resultados. Porque en Yerma no sólo pesan los nombres de Puigserver y de Pasqual. También gravitan noventa años de historia política y teatral española. Yerma han sido Margarita Xirgu, Aurora Bautista, Núria Espert y Aitana Sánchez-Gijón. Hay quien considera, como Ian Gibson, que el anticatolicismo de la vieja pagana fue uno de los motivos del asesinato de Lorca. Pero Yerma desbarata también los roles de género, aunque sea difícil llamarla feminista. Lanza al ruedo el tema oceánico de la maternidad, ancestral y a la vez imposible. Hay tantas razones para querer como para temer la programación de Yerma. El Lliure de Martel, afortunadamente, ha antepuesto las ganas al miedo. Y eso habla bien de esta nueva etapa, que retoma sin reparos lo mejor del complejo legado de Pasqual.