Amb El Messies tenim un perfecte exemple avant la lettre d’històries de fe, curació i resurrecció (seguiran títols com ara Parsifal i Paulus). Aquest capolavoro d’il caro Sassone, contemporani de Bach i Vivaldi, ja li va valer la posteritat. Tal com ens explica Stefan Zweig, Händel va rebre un encàrrec de fer un oratori sobre la Resurrecció per ser entregat en només 24 dies. Alguns mesos més tard, el 13 d’abril del 1742, El Messies serà estrenat a Dublín. Händel morirà 17 anys més tard no sense haver escoltat per darrera vegada la seva partitura preferida.
La versió escènica, presentada aquí pel director d’escena de culte Robert Wilson, prové de la Mozartwoche de Salzburg, on es va presentar al gener del 2020, i està basada en la versió alemanya del 1789, arreglada per un altre geni: Wolfgang Amadeus Mozart. Nascut tres anys abans de la mort del mestre, el jove Mozart va fer aquest arranjament a petició d’un important mecenes francmaçó: Gottfried van Swieten, que, enamorat dels oratoris de Händel, també treballarà ell mateix més endavant els llibrets dels dos oratoris de Joseph Haydn sobre textos de John Milton: La Creació i Les Estacions.
Tal com explica Robert Wilson, alguns miren El Messies de Händel des d’una perspectiva cristiana, que és també la raó per la qual quan es va presentar aquest oratori sacre a l’escenari d’un teatre va plantejar objeccions. “Per a mi, El Messies no és tant una obra religiosa, sinó més aviat una espècie de viatge espiritual.”
Fascinat per l’estructura de la composició i una arquitectura que li ofereix una gran llibertat creativa, Wilson ocupa aquesta música grandiosa, tal vegada abstracta, gairebé matemàtica, que parla d’esperança. Unes esquerdes irreparables que tenim com a societat sobre el seu protagonista (Jesús), que, evitant la comoditat, vol transformar una societat i és torturat, castigat i assassinat de manera cruel.
Un geni, igual que Palladio o Rembrandt, neix cada 200 anys. Així, Mozart adapta el llibret a l’alemany, reorquestra part de la partitura original i afegeix petites il·luminacions; com si Van Gogh hagués repintat La Gioconda. Josep Pons i un bouquet de solistes referents ens oferiran una lectura excitant, precisa i emocionant.
“La luz que nos trae esperanza es lo mejor de la música de Mozart”, subraya Robert Wilson, a quien algunos consideran el más grande artista de la luz de nuestro tiempo y que ha dejado huella con uno de los estilos más celebrados y personales de la vanguardia operística y teatral. No extraña, pues, que el tejano anuncie como “una viaje espiritual a través de la luz” su adaptación escénica del oratorio ‘El mesías’ de Haendel en la versión realizada por Mozart en 1789. Su propuesta se articula a partir de una composición escénica espacial y de un libreto visual que tiene la iluminación como principal protagonista. Enmarca la acción en un cubo con los bordes iluminados y construye las escenas con sensaciones cromáticas –predominan los azules- y mucho uso del contraste, añadiendo algunas proyecciones al fondo.
Maestro del minimalismo y representante del arte total cual hombre del Renacimiento –es director, escenógrafo, iluminador, pintor, escultor, coreógrafo, diseñador de muebles, arquitecto…- , Wilson es coherente al sustituir la religiosidad por una espiritualidad más acorde con sus creencias y con estos tiempos. “Sería un sacrilegio para mí presentarlo como un espectáculo religioso”, ha declarado. Aunque hay quien no comulga con esa renuncia al libreto original que evoca el anuncio, la llegada, la muerte y la resurrección de Jesucristo, lo cierto es que la disociación entre su partitura creativa y esos pasajes bíblicos cantados funciona bien. La emoción baña las bellísimas escenas que se suceden como lienzos en movimiento. Y así lo vivió el público, que recibió la propuesta con fervorosos y entusiastas aplausos. “No he entendido nada pero me ha gusto mucho”, resumía una espectadora.
A destacar, el precioso viaje en barca sobre un mar de niebla de la soprano Julie Lezhneva, quien con su voz celestial transmitía el mensaje de esperanza del oratorio. Como una aparición divina, vestida de blanco o plata, la cantante rusa nos transportaba a una dimensión extraterrenal con la pureza y belleza de su timbre y excelente proyección. A la privilegiada voz sumaba una exquisita presencia actoral, siguiendo el estilo de hieratismo escultural, sello de Wilson, de movimientos muy lentos que remarcan el peso del gesto. Un estilo que se aproxima al teatro japonés kabuki y noh, de los que el creador toma también el blanco maquillaje de los rostros de todos los artistas, coro incluido, y el vestuario del bajo, Kresimir Strazanac, que nos remitía a la época de los samuráis. El tenor Richard Croft cumplió con muy buena nota el reto, tanto en lo vocal como en lo expresivo, mientras que la voz de la contralto Kate Lindsey –con una apariencia de institutriz a lo señorita Rottenmeier- fue en ocasiones tapada por la orquesta y poco audible, como le sucedió también, especialmente en la primera parte, a Strazanac.
Un gran acierto de la producción es la presencia del bailarín Alexis Fousekis, que rompía el estatismo adueñándose de las escenas con sus ágiles movimientos. Hay otros recursos habituales de Wilson, como los objetos suspendidos y pinceladas surrealistas, empezando por el descabezado maniquí con una langosta de mascota que puede evocar a Magritte. O cuando el bailarín aparece cubierto de heno –como el de los paisajes impresionistas- o en traje de astronauta mientras el coro canta el jubiloso ‘Aleluya’ y al fondo se suceden explosiones de icebergs. El grito de la naturaleza por culpa de una humanidad que parece haber desoído ese mensaje de glorificación, esperanza y redención.