Un egòlatra director teatral decideix apostar per una versió reduïda i comercial d’Els miserables de Víctor Hugo, amb l’objectiu d’aconseguir diners, fama i estatus. Per fer-ho, però, recull el que pot: un grup d’actors fatigats del món del teatre alternatiu, educats amb la creença en la meritocràcia, i una producció deficient en un teatre de segona categoria. Tanmateix, les seves expectatives de triomf mainstream s’enfonsen quan la temàtica de rebel·lia social que presenta l’obra es fa realitat, provocant una revolta de resultats desorbitats, no només entre els actors, sinó també en el mateix sector teatral.
Esbojarrada, amb un humor delirant i carregada de referents pop, Els miserables és una sàtira metateatral en forma de neovarietés, inspirada en la novel·la homònima d’Hugo, que despulla el clàssic per parlar de la revolta i la ira, els somnis trencats i l’activisme cool.
Aquesta peça és el tancament de la Trilogia de la Condició Milennial encetada pel director Miquel Mas Fiol amb les peces Càndid o l’optimisme i Les penes del Jove Werther gràcies a la Residència de Direcció del Teatre Tantarantana.
Después de ver un espectáculo como Els miserables de Miquel Mas Fiol, es imposible no pensar en una renovada reivindicación de la farsa como herramienta política. Un volver a modos y estéticas de hace cincuenta años, cuando sus abuelos se trabajaban los escenarios y las libertades. Propuestas como Democrazy de Mario Rebugent y Mònica Balsells; Sant Pere el Farsant del colectivo Pedant a missa i repicant; el pasacalles punk Teatres de Campanya de Marc Salicrú, o los espectáculos neomolineros de Glòria Ribera. Mensaje, cultura popular (en su espectro más amplio), memoria e ironía, como elementos compartidos.
Aunque Mas Fiol haya recurrido a los grandes clásicos europeos para su Trilogia de la Condició Milennial (Voltaire, Goethe y ahora Víctor Hugo), sus recientes puestas en escena se alimentan, quizá no buscado expresamente, de ese teatro político que hunde sus raíces en The Living Theatre y explota aquí, con sus propias características, en el periodo de construcción democrática del Estado postfranquista. Aceptamos “la transición” como animal de compañía. Un teatro desinhibido, reivindicativo, visceral y altamente político en su abrazo libertario, guerrillero y callejero. Todo eso se percibe de alguna manera en la apuesta escénica de Mas Fiol. Cambia el tono. Es inevitable. Es otro siglo y los horizontes se han vuelto más precisos, cerrados y dicen que apocalípticos. La orgía de luchas y esperanzas se ha sustituido por el aquelarre de las más variadas desesperanzas.
Pero ahora la farsa no excluye la autocrítica. Es más, se coloca en el centro de la dramaturgia. Els miserables es sobre todo un acerado retrato de la incapacidad de las nuevas generaciones -dicho sin triple lectura- de pensar la revolución fuera del marco mental fijado por el sistema. Es evidente, que las estructuras que mantienen el capitalismo fagocitan, hasta convertirlo en inocuo objeto de consumo, cualquier atisbo disruptivo que no salga de sus propias entrañas (en la disrupción confían los popes intelectuales de Silicon Valley). Pero también es cierto, que hay como una incapacidad por articular un acto radical de cambio sin tener en cuenta las herramientas -físicas o digitales- que tenemos a nuestro alcance para llamar a la revolución cada día desde las redes sociales. Descubrir de manera descorazonadora que no se pueden asaltar las calles porque hemos perdido el control sobre el espacio público entre la explotación privada y la burocracia.
El teatro, como mínimo, pone el cuerpo. Una noción fundamental en tiempos virtuales que Mas Fiol y su tropa de activistas escénicos tienen muy presente, en este y en anteriores montajes. Si el discurso es un divertido laberinto sin salida, que de alguna manera se limita a confirmar una sospecha general sobre un estado de rendición; la presencia escénica es tan libre y viva como podía ser la de sus antecesores del siglo pasado, cuando del laberinto se salía a machetazos y con heridas.
La fiesta física empieza con un tremendo acto de fregolismo protagonizado por Gerard Franch (un descubrimiento). Único protagonista de una versión jibarizada del archipopular musical de Schönberg (el otro), Boublil y Natel, a partir de la novela de Hugo. En medio del frenesí del one-man-show irrumpe la burla y la metateatralidad. Ocupan la sala y el escenario Mel Salvatierra (un momento para recordar su entregada interpretación en Les penes del jove Werther) y Lluís Soler. Intérpretes, trabajadores, revolucionarios. Los dos han abandonado el montaje por discrepancias laborales con su director, el susodicho Mas Fiol. Han llegado para boicotear a su compañero y acusarlo ante el público de vil esquirol. El Paral·lel como quilómetro cero de la nueva revolución.
A partir de este momento, la obra se adentra en el tema favorito de Mas Fiol: la precariedad, sobre todo la de su gremio y generación. Un marco mental fijo -que también se plasma en la estética de la puesta en escena- que reconoce y sublima en sus obras a través de referentes ilustrados o románticos. Es cierto que, como mínimo en la trilogía, ese universo de grandes ideas se transforma en un catálogo pop, en una feria de la cultura popular de veinteañeros y treinañeros para señalar un anacrónico estado de catatonia de acción. Es el trayecto que lleva de Delacroix a Rigoberta Bandini. Una parábola que también dibujó La Calòrica en su último espectáculo. En Le congrès ne marche pas aparece una barricada de otro levantamiento popular -como la icónica de Les miserables- convertida en inocente tótem artístico. Al final, hay una extraña dicotomía entre un mensaje nihilista y una desatada energía física. Un acto de teatro nonsense -darlo todo para nada- que genera cierto desconcierto entre el público. Pero también la curiosidad por volver a comprobar hacia donde se encamina este propuesta escénica civilizadamente ácrata.