Aquesta nova coproducció amb Den Norske Opera d’Oslo i el Teatro Real de Madrid aborda perfectament tots els matisos del personatge de Tatiana Larin: la transició d’una noia aficionada a les novel·les, que acaba florint en una jove princesa cosmopolita i elegant. Davant d’ella, un amor a primera vista: l’enigmàtic Onegin, que canta el paper principal, i que és un aristòcrata obsessionat amb les aparences que mai podria estar content amb una noia de camp com Tatiana, i que descobreix el poder de l’amor massa tard.
El novembre del 1836, el tinent francès Georges-Charles de Heeckeren d’Anthès importuna a la bellíssima Natalia Nicolaïevna Gontxarova, la dona de Puixkin; i aquest el desafia a un duel. Un orgull que li ho costaria tot. Sota un cel carregat de neu el vespre del 8 de febrer del 1837, i al cim de la seva glòria, Aleksandr Puixkin, el Lord Byron rus, moria d’un duel a pistola promogut per aquest afront amorós, i immortalitzava un estil de vida que defineix infinitat de joves tant enamorats com deprimits: el Romanticisme, una manera de pensar i sentir compartida per nombrosos artistes durant més d’un segle.
Curiosament, la mateixa escena del duel havia estat descrita sis anys abans en els versos del seu Eugene Onegin, que es va convertir en una obra cabdal de l’òpera russa, i que és un veritable manual de pensament romàntic i una obra íntima, que ens trasllada als racons de la ment humana, a la fragilitat i a unes esquerdes irreversibles a les ànimes dels seus protagonistes. Txaikovski, que ja tenia quaranta anys quan es va estrenar Onegin al Conservatori de Moscou, poc s’imaginava que només tres anys després es presentaria al gran Teatre Bolxoi. Molt lligada al text original, aquesta producció, signada per Christof Loy, fuig dels tradicionalismes per apostar per una escenografia minimalista que ajuda a subratllar l’interior dels personatges i a apropar-nos al drama personal i a les obsessions d’una Tatiana plena de “rauxa de vida”.
Del entorno rural y urbano de la Rusia del siglo XIX a un espacio intemporal, blanco, aséptico y minimalista que realce el trabajo de los intérpretes recreando las heridas emocionales de los personajes. La propuesta del director escénico Christof Loy de la ópera ‘Eugene Onegin’ de Chaikovski, basada en la novela en verso de Pushkin, busca remarcar la naturaleza solitaria de los protagonistas y funciona especialmente en la segunda parte cuando asistimos a la caída de Onegin, retorciéndose de dolor sobre la blanca pared tras el duelo que causa la muerte a su buen amigo Lenski. Una estancia vacía de blanco impoluto simboliza el espacio mental de ese don Juan desolado que toma consciencia de sus equivocaciones y de la deriva destructiva que estas han comportado en su vida y en la de los demás. Atrapado en el tedio y la melancolía, el aristócrata flirteó con Olga, la prometida de Lenski, lo que motivó el duelo, y rechazó a Tatiana, una inocente joven de provincias que se atrevió a confesarle su amor a primera vista en una carta.
En su propuesta conceptual, que no convenció a todos, Loy distribuye la ópera en dos partes para ofrecer el punto de vista de Tatiana, en la primera, más realista, y el de Onegin, en la segunda, más irreal. El director alemán incluye apuntes coreográficos que dinamizan un planteamiento estético que, aunque elegante y hermoso, también resulta a veces excesivamente frío. Las danzas del coro y bailarines irrumpen alegremente mientras se suceden los flirteos y desencuentros amorosos. El barítono noruego Audun Iversen encaja muy bien en el perfil del dandi protagonista aportando un timbre oscuro y un porte distante y frío que se resquebraja tras la muerte de su amigo aflorando entonces su angustia y desolación. A Chaikokski le irritaba este héroe romántico y despiadado, pero Loy opta por una mayor empatía tras la dolorosa caída del personaje, que acaba solo y sufriendo las flechas del amor.
La rusa Svetlana Aksenova, de cálido pero limitado registro, firma una convincente interpretación actoral, en su tránsito de jovencita provinciana y soñadora a sofisticada princesa. Aparece bellísima vestida de rojo, en contraste con la blanca escenografía, cuando se reencuentra con su amado Onegin años después de que este la rechazara. Aún lo ama, como buena heroína romántica, pero es tarde: no dejará ni a su marido ni su estatus (“pertenezco a otro y siempre le seré fiel”). La mezzosoprano Victoria Karkacheva brilló en el papel de Olga, aunque los mayores aplausos se los llevó un estupendo Alexey Neklyudov como el poeta Lenski. A su bello timbre, el tenor suma un delicado trabajo actoral, entre encantador y patético, luciéndose y emocionando en el aria antes de batirse en duelo con Onegin. Curioso que el poeta Pushkin, el autor del drama romántico, falleciera también en un duelo a pistola en 1837 por una afrenta amorosa, seis años después de que dejara escrita una escena similar.
Bajo la entregada y detallista batuta de Josep Pons, la maravillosa partitura de Chaikovski nos acerca a múltiples emociones (melancolía, angustia, ternura, pasión...) que el propio compositor romántico –que admitió ciertas conexiones biográficas con el texto de Pushkin- experimentó intensamente en su atormentada existencia. Se casó con Antonina Miliukova para acallar los rumores sobre su homosexualidad y concibió ‘El lago de los cisnes’, ‘El cascanueces’… y esta obra maestra de la ópera rusa que merecía rescatarse tras un cuarto de siglo sin pisar el Liceu.