L’obra més personal de Josep M. de Sagarra, juntament amb Ocells i llops i La fortuna de Sílvia
Sobre l’estrena de Galatea el desembre de 1948 al Victòria, Josep M. de Sagarra recordava que l’insòlit fred d’aquell hivern - i la manca de calefacció al teatre - van fer que el públic veiés l’obra tremolant amb els abrics posats. L’obra no va ser ben rebuda per la majoria de la crítica, i Sagarra es planyia que l’haguessin insultat com si fos un incendiari o un corruptor de menors. Tot i així, el dramaturg no s’estava de defensar l’obra: «Amb La fortuna de Sílvia, amb Ocells i llops i sobretot amb Galatea creia, i crec sincerament, que intentava fer un teatre més d’acord amb la meva consciència i més d’acord amb el clima espiritual del nostre temps».
Amb el temps, el periple per la postguerra europea d’aquesta domadora de foques amb nom de nimfa marina ha acabat ocupant un lloc preeminent entre els títols més importants de la literatura dramàtica en llengua catalana.
Una domadora de focas con nombre de ninfa malvende sus animales de pista a un carnicero para escapar de una ciudad sitiada, acompañada por un clown de cara lavada. Así empieza el viaje de Galatea de criatura brechtiana a heroína de un drama de Jean Anouilh. Primer escenario de una obra mayor de Josep Maria de Sagarra que vuelve a probar suerte en el Teatre Nacional de Catalunya después de 23 años. Función de nuevo lejana y tan incomprendida como su estreno en 1948. Cada vez que alguien se acuerda de Galatea se manifiesta la irresoluble relación que el teatro catalán tiene con la construcción de un repertorio que sirva de hilo conductor de su identidad teatral, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Aunque se subrayan con frecuencia las afinidades del texto con rasgos expresionistas o existencialistas, cierta idealización moral y la distancia -entre serena e irónica- con la que el autor observa el ocaso del viejo mundo y el nacimiento del nuevo evocaría mucho más la actitud fronteriza de Robert Musil o Joseph Roth. Cierto es que el propio Sagarra la definió como farsa y que Josep Casals, en su prólogo para la edición de Arola, atina al mencionar como referente de algunos personajes y escenas la crudeza grotesca de Grosz. La posible diferencia es que el pintor alemán forma parte del momentum y Sagarra asume el Zeitgeist de la Europa de posguerra sin abjurar del pasado.
Quizá no captar y plasmar esa sutil posición es el principal obstáculo para que la producción dirigida por Rafel Duran sirva para resolver definitivamente la entrada de Galatea en el imaginario del público catalán. A pesar de la indiscutible calidad del texto y un buen reparto, el montaje adolece de imprecisión en el tono. Atmósfera dispersa, a veces destensada, que se extiende a todos los elementos de la puesta en escena. Sucesión de episodios inconexos sólo conectados por las interpretaciones de Míriam Iscla (Galatea vista como una Lulu madura de Wedekind que ejerce su infausto influjo desde el desapego a la felicidad) y Roger Casamajor, el bufón Jeremies, tan implacable como el loco de Lear.
La función pasa por la pantomima expresionista, el melodrama y apuntes de teatro épico, y sólo convence cuando se despoja de todo ejercicio de estilo e impera la intimidad. Precisamente en dos escenas sólo protagonizadas por personajes femeninos. Iscla destaca en su despedida de la hostalera Sra. Marta (Anna Azcona) y en el careo con su hija Eugenia (Nausicaa Bonnín en un rol complicado entre el naturalismo y el antagonismo simbólico). Momentos en los que las tres actrices parecen encontrarse de manera excepcional.