En plena bancarrota nacional, les forces vives peninsulars s’esgargamellen en grotesques crides a l’heroisme, amb l’esperança de silenciar així els bramuls de l’agonia imperial. Enfront de les munions de soldats devastades pel tifus, de tant en tant s’entronitza algun jovenell que ha sobreviscut al pànic de la massacre estatal refugiat en els abusos de l’alcohol i la sexualitat destructiva. I, mentre la maquinària bèl·lica no s’atura, les famílies treballadores malden per retenir uns fills a qui són incapaces d’oferir projectes vitals il·lusionants més enllà de les agres dinàmiques d’una economia productiva buidada d’horitzons afectius.
Sota la batuta de la directora Lurdes Barba, torna a la Sala Gran la mordacitat de Santiago Rusiñol amb aquesta obra ambientada en la derrota colonial a les Filipines que retrata el retorn d’un jove català convertit en un heroi militar incapaç de superar els violents fantasmes que el persegueixen.
Ante la siempre escurridiza cuestión sobre quién merece entrar en el libro de oro de los clásicos del teatro catalán habría que reservar para L’héroe de Santiago Rusiñol una entrada en el capítulo de indiscutibles. Quizá su inmediata suspensión y posterior prohibición se podría interpretar como una señal. Pero el escándalo no es siempre garantía de posteridad. L’hèroe, en cambio, se eleva sobre sus coyunturas históricas al conciliar su antimilitarismo y crítica al patrioterismo fatuo con una ambigua defensa de la sacrificada clase menestral. El pequeño mundo de Anton y su telar es tan poco apetecible -todos huyen de esa seguridad esclava- como la negra aventura de la guerra.
La dramaturgia de Albert Arribas reivindica la atemporalidad moral de Rusiñol y visibiliza su independencia como artista frente a los que leen la obra como una loa al seny. Al convertir el parlamento del héroe en un prólogo delirante, como la diatriba de un veterano traumatizado de El cazador de Michael Cimino, reviste de épica trágica a este ser que ha perdido cualquier anclaje con la sociedad y sólo sabe relacionarse con violencia. Nos incomoda su discurso lleno de brutalidad, pero cuando dice que la alternativa no es volver al redil y al trabajo alienante, también asentimos. Un hombre tan perdido como Joan, su antagonista y némesis; su reverso sin honores. Ambos enfermos y víctimas de la guerra.
Otra decisión tomada en esta puesta en escena dirigida por Lurdes Barba es acentuar la farsa en los personajes que ya lucen esa medalla. El efecto escénico es llevar a Rusiñol a una lectura que podría haber hecho el Castorf más irónico, aunque la bufonada más cruda quede encerrada en la cápsula de las fuerzas vivas. Mirada distanciada que también se refleja en el espacio escénico de Silvia Delagneau y Max Glaenzel. Sólo que la interpretación permanece anclada -excepto para el cuarteto-guiñol- en esa convención costumbrista que parece indemne a cualquier heterodoxia o drástico cambio de temperatura dramática. Compostura aburguesada que impide que actores y actrices se revuelquen de verdad en el barro, material o emocional. Un desajuste que capa las interesantes intenciones de esta producción. De esa corrección escapan Albert Prat (Joan) y Rosa Renom (madre Ramona). Joan, quizá el verdadero protagonista de la obra y el personaje que más asume el discurso del autor, adquiere con la febril calma de Prat un nihilismo muy interesante. Casi un personaje de Büchner. Renom -una actriz que impone con su presencia, aunque calle- evoluciona hacia un estoicismo brechtiano, erigiéndose -con una frase final cedida- en una inesperada madre coraje mirando el cuerpo de su hijo muerto.