La mort i la donzella. Ariel Dorfman

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Sinopsi:

La mort i la donzella és una història que pot passar a qualsevol país que hagi patit una dictadura, instaurada per la força de les armes i el terror. Es tracta d’una crua reflexió que posa en qüestió els mètodes repressius de les dictadures i treu a la llum les ferides d’un passat que no s’oblida i que sempre torna.  Una obra sobre la tortura, els abusos i les barbaritats que els  homes poden fer quan tenen el poder absolut i irracional. Un text emocionant i captivador que ens farà participar d’una crua realitat: el patiment d’una dona que es vexada i torturada per les seves idees. Aquesta és la peça de teatre iberoamericana més representada a tot el món, amb gran èxit de públic i crítica.

Crítica: La mort i la donzella. Ariel Dorfman

21/04/2023

Una Orestíada contemporánea

per Gabriel Sevilla

Chile ha sido, para bien y para mal, la medida de muchas cosas. Uno de los grandes intentos, junto a la antigua Checoslovaquia, de ponerle rostro humano a un socialismo soviéticamente desobediente. La más sonada intervención de la CIA en América Latina para derrocar una democracia por las armas: aquel otro 11 de septiembre en que los Estados Unidos no fueron víctimas, sino verdugos. Un ensayo pionero y ruinoso del liberalismo económico de Milton Friedman, perfectamente avenido con la falta de libertades de la dictadura de Augusto Pinochet, anticipo mundial de la revolución neocon de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Y la transición a la democracia mejor llevada al teatro por un texto, La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman, que se estrenó en Santiago de Chile en 1991 y quedó encumbrado como la obra latinoamericana más representada en todo el mundo, quizá porque su historia podía ocurrir, como advertía su autor, en “cualquier país que acaba de salir de una dictadura”, vibrando por simpatía en las transiciones del Cono Sur y de la Península Ibérica. A todo lo cual se añade un título europeizadísimo y maquiavélico, que conecta las batallas subtropicales de la Guerra Fría con el nublado romanticismo alemán, la brutalidad de la tortura con la hipersensible música de Schubert, explotando el capcioso doble sentido de la palabra refinamiento.

Empar López ha estrenado en el Teatre del Raval una nueva producción catalana de la obra de Dorfman. Y lo ha hecho con razonable respeto al original, desgranando la historia de Gerardo Escobar y Paulina Salas, un acomodado matrimonio chileno de mediana edad que, una madrugada, recibe en su casa de la playa la visita de un extraño que no lo es tanto, el doctor Roberto Miranda. El encuentro casual desata una tormenta interior, la explosión familiar del trauma nacional, la disputa sobre los crímenes de la dictadura, el dilema entre memoria y amnistía, entre justicia y venganza, con un Gerardo ministro del gobierno de Patricio Aylwin que cree en el Estado de Derecho, y una Paulina víctima de torturas que abraza la Ley del Talión. El viejo dilema de Orestes huyendo de las Erinias hacia el tribunal humano que inventará la democracia. Dorfman, sin embargo, es más ambiguo que Esquilo y difumina a propósito la frontera entre víctimas y verdugos, entre la verdad y la mentira, confirmando y refutando recuerdos e impresiones hasta desembocar en una espinosa verdad: la falibilidad de la memoria de los testigos y el riesgo de erigir en su dolor una abusiva autoridad moral. Una sorprendente ecuanimidad para un ex colaborador de Salvador Allende y autor de ensayos tan incendiarios y politizados como Para leer al Pato Donald (1972), escrito con Armand Mattelart.

La mort i la donzella de López cede a veces al influjo hollywoodiense de la canónica adaptación al cine de Roman Polanski. Pero conserva las dos claves, musical y visual, que guían soterradamente la dramaturgia de Dorfman desde las acotaciones. Primero, la sutil transición final del Cuarteto de las disonancias de Mozart a La muerte y la doncella de Schubert, dos piezas que marcan una personalísima modulación del brillante optimismo mozartiano de Gerardo y su Comisión Investigadora a la morbidez schubertiana de Paulina bajo la siniestra mirada del doctor Miranda, mirado a su vez por el espectador, en un círculo que honra el gerundivo del apellido del doctor. Segundo, el sencillo metateatro de reflejar la platea en el proscenio, eficaz sociología del público que ató la función, en su estreno chileno, a los espectadores que habían vivido los hechos vividos por los personajes, y que aún hoy puede interpelar al patio de butacas de cualquier democracia donde sigan pendientes las tareas de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición de los crímenes de una dictadura pasada.

El punto flaco de la función es la dirección de actores. La mort i la donzella es interpretativamente difícil porque sus tres personajes se mueven en una constante duplicidad. La antigua torturada vuelta torturadora, el inocente que confiesa, el jurista ejemplar implicado en un secuestro. El texto requiere unos altibajos tonales que, en la versión de López, no acaban de cuajar. El Gerardo de Xavi Carreras es correctísimo. Tanto, que impide despegar al personaje en sus explosiones de cólera de marido agraviado o en su culpable infidelidad. También el doctor Miranda de Carlos Vicente ofrece una inocencia tan inexpugnable que cuesta entender lo que Paulina pueda ver de siniestro en tanta formalidad. Y la Paulina de Laura Sancho, primus inter pares y doncella implícita del título, no acaba de estallar en su razonable locura, dejando en el tintero una parte de su enfermiza potencia dramática. El trío cumple, sin duda, conduciendo la función por el elegante mobiliario de maderas blancas despintadas de Esther Alonso que recrea, como buen realismo burgués, los exquisitos interiores que contemplan el drama de las clases medias. Pero quizá ese aplomo de viejo teatro de siempre impide despuntar la brizna de locura que haría más comprensible la psicosis, no sólo como atmósfera de thriller, sino como estado de ánimo nacional.

Programar La muerte y la doncella, en la versión catalana de Joan Barbero, es una doble sorpresa para la cartelera de Barcelona. Recupera felizmente, por un lado, uno de los grandes textos del teatro latinoamericano contemporáneo que, por desgracia, sigue resonando en latitudes europeas al recordar nuestros propios procesos, también incompletos, de memoria histórica. Pero lo hace, inesperadamente, renunciando a la versión original de Dorfman, en una impecable traducción catalana que no resta un ápice de mérito a la función, pero que contraviene la práctica habitual de los teatros barceloneses de fomentar, lógica y acertadamente, la versión catalana de cualquier texto excepto de aquellos escritos en la única otra lengua que el público entiende también en su versión original. Así suelen hacerlo desde la última sala privada hasta el buque insignia de la dramaturgia catalana y en catalán, el Teatre Nacional de Catalunya, cuando representan un Lope, un Calderón o un Lorca en su indisputada versión original. Extraña, en ese sentido, la apuesta de López y del teatro que dirige de renunciar a los giros andinos de Dorfman, que tanto nos habría gustado escuchar. Una función, en cualquier caso, recomendable a cuya plusmarca mundial vale la pena contribuir por lo que Chile tiene de Orestíada contemporánea, resonando con fuerza, como diría Julio Cortázar, del lado de allá y del lado de acá.