Blanca Portillo protagonitza un monòleg potentíssim sobre el poder del silenci
Amb un vestit d’etiqueta amb el qual no s’acaba de sentir còmode, el dramaturg està a punt d’ingressar a l’Acadèmia per pronunciar un discurs titulat Silencio.
Ha triat parlar del silenci a la vida i al teatre. També, viatjar pels silencis teatrals que ressonen en la seva memòria i en el seu cos.
Però potser aquest mateix silenci posi en perill el discurs. Potser el més important sigui, més enllà de les paraules, escoltar el silenci junts.
Decía Juan Mayorga, con toda la razón, que su discurso de ingreso en la Real Academia tenía algo de teatral: la separación física de oradores y público, la rigurosa etiqueta, el retrato de Cervantes presidiendo la sala... Decía también que, dado lo teatral de la situación, había estado tentado de pedir a un cómico que saliera en su lugar, para escucharse a sí mismo desde la platea y colmar de teatro esta “situación teatral”. Se trataba, por supuesto, de una tentación retórica. Mayorga marcaba terreno como dramaturgo en una institución donde escasean los hombres de teatro (no digamos ya las mujeres, de teatro o no), fiel reflejo de una sociedad que no acaba de investir a las tablas del prestigio de la letra impresa. Era cuestión de tiempo, pues, que Mayorga asumiera, como Oscar Wilde, que la mejor manera de vencer la tentación es caer en ella, y eligiera a un cómico de renombre para representarle ante un público teatral de verdad. La tentación se ha cumplido en Silencio, un monólogo de hora y media interpretado por Blanca Portillo, que se estrenó en el Teatro Español de Madrid en enero de 2022, y que ahora llega al TNC para contarnos lo que Mayorga contó a los académicos en 2019: la importancia de lo callado en la historia del teatro o, como suele decirse, que los silencios también son música.
Elegida su alter ego en el escenario, Mayorga tenía que resolver la gran cuestión. ¿Cómo teatralizar una situación que, según él mismo, ya era teatral? Pues explotando lo que el flamante académico entiende por teatro. Y aquí viene la gran decepción de la noche. Mayorga, el dramaturgo español vivo más representado, cubierto de reconocimientos nacionales e internacionales, considera que la teatralidad que faltaba a su discurso estaba en el clown, en la vieja farsa de toda la vida, en el mohín y el aspaviento. Como director de su propio texto, pone a Portillo a hacer de bufón, engolando la voz, exagerando las muecas, subrayando los guiños irónicos del guion, como si temiera que el público teatral no percibiera o no disfrutara lo que el público académico supo percibir y disfrutar sin problemas. Y uno comprende las ganas gamberras de parodiar el protocolo, la saludable autoironía del académico campechano. Pero a Mayorga, visiblemente incómodo en el chaqué, se le va la mano y acaba tirando de los peores tópicos para autorreducirse a la caricatura del ratón de biblioteca, para amenizar su discurso y arrancar, quizá, una carcajada fácil. Como si el público teatral no estuviera acostumbrado a enfrentar piezas difíciles, a escuchar densos parlamentos y, últimamente, a asistir incluso a conferencias performativas que, si nos han enseñado algo, son las sutiles fronteras entre lo escénico y lo académico.
Por suerte, a mitad de la función, Portillo se libera de su personaje farsesco, arrancándose la peluca, recuperando su voz y apareciendo ante el público como ella misma. Nos cuenta cómo Mayorga le pidió que pronunciara su discurso ante los académicos de ficción que ahora representan las sillas vacías en el escenario. Y, a partir de aquí, se recompone una dramaturgia más digna, a caballo entre el recitado literal del texto y las apostillas críticas de Portillo. Este segundo personaje se define, sin mayores sorpresas, como un contracanto feminista al discurso de un hombre para una institución de hombres (con honrosas excepciones, como Clara Janés, encargada de responder a Mayorga en la ceremonia de la RAE). Portillo empieza latigueando con los clásicos dobletes de género, intercala algún chascarrillo sobre el cripticismo erudito de Mayorga, y halla su momento más inspirado en la negativa a llamar tirana a la Bernarda de Lorca, uno de los ejemplos de Mayorga sobre el silencio teatral, que Portillo reinterpreta como víctima de sí misma, abriendo un inesperado haz de humanidad en la cara del monstruo. El resto del guion no es silencio, sino ocurrencias varias para edulcorar la función. El Mayorga dramaturgo expurga al Mayorga académico, cercena un discurso que ofrecía momentos brillantes, se obsesiona por no hacerse largo o pesado, confiando menos en la cintura escénica del público teatral que del académico.
Silencio es una triste oportunidad perdida de explorar el teatro fuera del teatro. Mayorga tuvo una intuición sencilla y brillante al divisar las tablas en la casa de la palabra, la que limpia, fija y da esplendor al lenguaje, pero a menudo olvida su dimensión dramática. La traducción inversa que Mayorga hace de sí mismo, la glosa irónica de su propio discurso, es una operación de lectura fácil que ni alcanza la profundidad del discurso original, ni acaba de fluir como pieza escénica, convirtiéndose en el recital errático de una gran actriz sacada de sus habituales matices. El público reirá, probablemente, con los chistes fáciles del guion, mayoritariamente ausentes del texto académico. Se alegrará, con razón, de ver y escuchar en directo a Portillo, una gloria viva de la escena. Pero la “situación teatral” que Mayorga intuyó con perspicacia en 2019, y que tanto prometía para las tablas, queda desmerecida en las propias tablas con un concepto anacrónico de lo teatral. Y es una lástima, porque detrás de Silencio hay un gran dramaturgo, una gran actriz y una valiosa disertación. Pero, visto lo visto, uno prefiere el desacomplejado texto académico que su complaciente versión escénica, el Silencio difícil de la RAE que el Silencio fácil del TNC.