David Selvas (Àngels a Amèrica, Hedda Gabler) dirigeix un text d'Arthur Miller inspirat en Henrik Ibsen sobre què passa quan toca assumir les responsabilitats morals i legals dels altres.
Arriba a escena el segon text teatral d'Arthur Miller, l’èxit del qual el va decantar definitivament per l'escriptura dramàtica. La història, basada en fets reals, de Joe Keller i Steve Deever, els socis d’una fàbrica de peces d'avions que, durant la guerra, ha servit peces defectuoses i ha provocat moltes morts. Deever ho paga amb la presó i Keller queda lliure i acaba enriquint-se. Passats els anys, els fills respectius i ells mateixos pateixen les conseqüències d’aquella catàstrofe immersos en una estructura de poder gairebé insuportable. Una història inspirada en l’Ànec salvatge de Henrik Ibsen sobre l’assumpció personal de la responsabilitat moral i legal dels altres.
Al trazar su historia del teatro político, Piscator se remontaba hasta Ibsen para lanzarle un amargo reproche: el haberse recreado en “explosiones de desesperación” sin aportar “soluciones”. Y es verdad que, más allá de algún sermón evidente, el noruego nunca ofreció bifurcaciones milagrosas a los penosos senderos contemporáneos. Pero murió Ibsen, entró el siglo XX y aparecieron soluciones políticas y teatrales a diestro y siniestro, con fulgurantes éxitos y estrepitosos fracasos. Y a cada decepción del solucionismo oficial, volvía el interés por las explosiones ibsenianas. El teatro de Arthur Miller fue una de ellas. Y Todos eran mis hijos, de las más brillantes. No por sus ecos argumentales de El pato salvaje, tan a menudo celebrados, sino por el terrible concepto de la ‘mentira vital’: la idea ibseniana de que la verdad pura y dura es tan necesaria para unos como destructiva para otros, que hay quien necesita engañarse para sobrevivir y hay quien no puede vivir sin desvelar el engaño. Y ahí está la tragedia, en que la felicidad de unos es la desgracia de otros. En el mundo de Ibsen y Miller, la prosperidad de posguerra delata el infame negocio de la guerra. Una hermosa historia de amor es posible porque otra no menos hermosa se trunca. Por eso volvemos, una y otra vez, a las viejas explosiones desesperadas. Porque, en ausencia de grandes soluciones, es una buena manera de explicar lo que nos pasa.
David Selvas ha explotado, en Tots eren fills meus, la carga ibseniana de Miller con una impoluta versión dramática, sin ‘posts’ que valgan. En la literalidad de su versión de época resuena toda la historia contemporánea, desde el Broadway de posguerra donde se estrenó la obra hasta la última conflagración europea. Selvas sólo se permite un pequeño anacronismo que encarrila a Miller con la actualidad: una tormentosa escena inicial, como una premonición griega, con Kate Keller en el jardín del sueño americano mientras suenan las bombas de Vietnam en la inconfundible guitarra de Jimi Hendrix, intercaladas con el himno nacional que atronó Woodstock en 1969. La posteridad de la obra de Miller podría leerse así, como una recurrente versión woodstockiana del triunfalismo yanqui, con la orgullosa bandera de estrellas salpicada por las culpables detonaciones. No por nada, Miller fue investigado por el Comité de Actividades Antiamericanas, donde ‘antiamericano’ era eufemismo de ‘anticapitalista’. Y algo de eso hay en Todos eran mis hijos.
La historia transcurre en el patio trasero de los Keller (salvados por una vocal de llamarse ‘killer’), donde Joe, el patriarca, es acusado de amasar su fortuna vendiendo piezas de avión defectuosas al ejército de los Estados Unidos, provocando la muerte de veintiún pilotos, entre ellos su hijo Larry. Pero no sólo se denuncia al padre coraje americano, inspirado en una noticia de prensa. En el mismo jardín escuchamos al hijo idealista, Chris Keller, que añora la solidaridad de sus compañeros de guerra y abomina del individualismo de la paz. Y que tiene dificultades para besar a su prometida, no porque sea la ex novia de su difunto hermano, sino porque se siente culpable de sobrevivir con ella en un mundo lleno de comodidades materiales, ciego al sacrificio humano que hay detrás de su coche de último modelo. Es lo que Marx llamaba el fetichismo de la mercancía, sorprendentemente proclamado por Miller en el edén capitalista como último obstáculo para el romance de clase media, junto a los gajos de un manzano (árbol de la ciencia del bien y del mal) plantado en memoria de un hermano traicionado, no por motivos sentimentales, sino económicos. Verdaderamente, no hay nada más fuerte que la literalidad de Miller. Y Selvas ha tenido el buen gusto de dejárnosla escuchar.
La escenografía de Alejandro Andújar obvia las acotaciones del original y suprime la fachada de la casa familiar y la alameda que medía el paso del tiempo. Y es un acierto, una simplificación sensata del realismo milleriano que hunde a los personajes en un jardín osadamente abierto a las cuatro bandas de la platea, con el simbólico manzano que se traga la tierra al inhumar moralmente al hijo muerto, más las cuatro sillas de jardín que salpican el idílico verde del césped. Lo demás anda solo. El elegante vestuario de época de Maria Armengol, que luce sobre todo en Clàudia Benito con las maneras de una pin-up de los años cincuenta. Las luces de Mingo Albir, que resuelven en cuatro claroscuros el tenebrismo moral y atmosférico de la función. Y una banda sonora que barre la historia musical americana, de la psicodélica guitarra de Hendrix a las viejas baladas de crooner, pasando por una siniestra versión de Blue Moon que desmiente la ingenuidad de cualquier lirismo.
El elenco brilla por méritos propios y por el buen pulso de su dirección. Jordi Bosch es un Joe Keller que podría dar su nombre al drama, un enemigo del pueblo muy humano de cuyo tormento depende media pieza, y que Bosch llena de cinismo, campechanía y patetismo, en un recital de premio. Le replica Emma Vilarasau como Kate, la esposa enajenada y lúcida que pone el nudo en la garganta cada vez que recuerda al hijo desaparecido, sabiéndolo todo sin saberlo. Y conduce muy bien sus escenas Eduardo Lloveras como Chris Keller, con sensibles frases difíciles y logrados estallidos de cólera. Igual que la Anne de Clàudia Benito, que acierta la tesitura entre la dócil esposa tradicional y la reivindicativa mujer de carácter. El resto de la compañía va al alimón del terso tono de drama clásico, más allá de alguna explosión histriónica de algún secundario. Y aquí hay que elogiar la dirección de Selvas, que sabe aguantar el tempo largo y la solemnidad contenida de los antihéroes millerianos, sin caer en el envaramiento melodramático pero tampoco en el coloquialismo costumbrista.
El éxito arrollador de Tots eren fills meus, que ha reventado la taquilla del Lliure dos semanas después de su estreno, tiene algo de admonición. Que el viejo drama de siempre dé la sorpresa, como si fuera la primera vez, lanza un mensaje muy claro de la platea a la dirección artística, que el propio Selvas anticipaba en la presentación del espectáculo: hay ganas atrasadas de texto clásico y de versiones de época en la Sala Puigserver. La platea demanda, una vez más, la historia y la Historia, el relato pequeño y el grande. ¿Tiene el futuro, como decía Carlo Levi, un corazón antiguo? ¿Volverán los dramas modernos después del hartazgo posdramático? Es pronto aún para decirlo. Pero la dirección artística de Montjuïc haría bien en escuchar a esa mayoría silenciosa que quizá no protestó ante los experimentos de antaño, pero que hoy sale en tromba ante una buena explosión ibseniana pasada por las viejas maneras de Broadway. Disfrutemos y tomemos nota.