Vudú (3318) Blixen

informació obra



Direcció:
Angélica Liddell
Autoria:
Angélica Liddell
Sinopsi:

“En comptes d’esquarterar nens, escric” és la frase de la qual parteix Angélica Liddell per presentar el seu nou espectacle. Tota una declaració d’intencions que expressa perfectament la visió terrible i profunda que aquesta artista ha tingut del món durant la seva trajectòria. De l’asteroide 3318 Blixen, la literatura d’Isak Dinesen a pactes amb el diable, Liddell promet un viatge poètic entre l’horror i la bellesa de la vida.

Crítica: Vudú (3318) Blixen

20/11/2023

Flores para un cenotafio

per Gabriel Sevilla

Angélica Liddell se presentó, hace ya treinta y cinco años, hablando de una tal Greta que quería suicidarse. Por si algún aprensivo tenía dudas, diez años después se fue al Hamlet de Shakespeare para aclararnos que Ofelia, a sus ojos, era una falsa suicida. Entremedio, aquella joven atrabiliaria creó la compañía Atra Bilis, que ahora cumple treinta años, y tomó el apellido artístico de la niña de los ojos de Lewis Carroll. Y hasta hoy no ha hecho otra cosa que volver, una y otra vez, a los demonios de Greta, ensayando en bucle su falso suicidio. Pero ese retorno a su tragedia personal se ha confundido con el retorno a los orígenes mismos de la tragedia, con la búsqueda del momento primitivo donde los significados no tenían palabras, donde los errores trágicos se redimían con la música salvaje de las bacantes, que devoraban a los poetas hasta el silencio, como fantaseaba Nietzsche en El origen de la tragedia. Una búsqueda que Liddell ha continuado, obra tras obra, hasta ensayar su primera gran callada en You are my destiny (2015), a la que siguieron las también silenciosas Terebrante (2021) y Caridad (2022). Intentos de desaparecer como un Robert Walser en la nieve, culminando el vengativo autoborrado de su obra. Obra que Liddell prohíbe reponer a otros, como prohibió Thomas Bernhard la suya en su país natal después de su muerte. Y uno piensa que, lógicamente, éste habría de ser el último paso de Liddell, un epitafio anónimo como el de John Keats, escrito en el agua. Afortunadamente, Liddell ha fracasado en su silencioso empeño y ha vuelto a deslenguarse ante sus fieles como siempre, por no decir como nunca.

Su brillante fracaso se llama Vudú (3318) Blixen, una digna tentativa de la Greta madura, el falso suicidio de la Ofelia más sarcástica, que no se matará nunca por el desamor de Hamlet porque, de hacerlo, no podría escribirlo, como reconoce ella misma en Kuxmmannsanta (2022). Un funeral de antología en todos los sentidos: el más logrado, el más enciclopédico, el más meta-liddelliano. Una maratoniana función de cinco horas largas, con cinco actos y cuatro entreactos, estreno absoluto en el Teatre de Salt, dentro del Festival Temporada Alta. Y para celebrar esta enésima muerte, Liddell ha recurrido al vudú, a los ritos y sacrificios del África negra que le permiten conjurar al Diablo de la escritura a través de la aristocrática médium Karen Blixen. Una necrografía que sólo puede explicarse como una biografía, es decir, acto por acto.


ACTO 1. No me abandones

Han tenido que pasar cinco años, nos dice Liddell, y la muerte de sus padres, para volver a esto. Por descontado, “esto” es el lenguaje. Hablar al público del amor que le destrozó la vida. Y lo vuelve a hacer. Liddell karaokea el Ne me quitte pas de Jacques Brel. Piensa en su alma gemela con Et si tu n’existais pas de Joe Dassin. Incluso con el Requiem de Mozart. Y compara su amor con la drogodependencia de una ladrona de farmacias, con el odio justiciero del último fiscal de Núremberg, con la insuperable acidez de las vinagreras de Lucifer. Todo sobre una moqueta y un telón de foro azul celeste, frente a dos centros florales amarillos, vestida ella de rojo y leopardo frente a un lecho de claveles blancos. Y es difícil no leer el drama cromáticamente. El cielo infantil rasgado por un grito, nada más empezar la función, al contemplar la maldición de la escritura, libro en mano. El color prohibido en el teatro porque invoca una muerte no teatral. La pureza de los tonos claros echada por tierra frente a la fiereza encarnada de una mujer felina. Todos los ingredientes para el filtro de amor-odio liddelliano.

Hechas las presentaciones, Liddell pone a desfilar desnudas a las jóvenes amantes del hombre que la engañó. Les hace componer el cuadro adúltero del columpio de Fragonard, como en Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007). Sube el voltaje y desea a gritos la muerte del infiel. Ansía que las ménades lo descuarticen y sólo se encuentre un macabro pie separado de su pierna. Ha empezado el vudú, las imprecaciones y los sacrificios, de momento sólo de palabra. Y ha vuelto el mejor humor liddelliano, la stand-up tragedy que la ha hecho famosa, con el parlamento de la lujuriosa perra Nefertiti violando a su primo moribundo, pariendo cachorros que Liddell sacrificará para después torturar a la farónica madre hasta la muerte. Pura destrucción creativa. Puro ingenio cruel de la atrabiliaria enamorada que pidió que no la dejaran, avisando como quien no es traidor. Y la dejaron, así que toca traición.


ACTO 2. Ya llegó la hora

Entra el cante difícil de Manuel Agujetas mientras Liddell aplica un soplete a la contundente metáfora de una bola de demolición. Luego nos cuenta, tranquila en una silla, la historia del Don Juan psicópata que la humilló. La banda sonora de Terebrante, que da título al segundo acto, nos lleva del clímax al anticlímax, de la stand-up tragedy al sit-down drama. Ahora es ella quien viste un blanco ingenuo ante unos vistosos claveles rojos echados al suelo. Cambio de tornas cromático y dramático. Pero el resto de la escena sigue celestial. Es la misma historia del primer acto, ahora desde sus antípodas emocionales. Vuelve el amor de la ladrona de farmacias, del fiscal de Núremberg, de las vinagreras de Lucifer, pero más calmado. Y el vudú da otra vuelta de tuerca. Liddell une a un hombre maduro con una mujer joven, cortando un penacho de barba y una trenza, obligándolos a esbozar cuadros vivos de violencia machista, mientras pide a la baronesa Blixen que su Don Juan asesine a una de sus amantes para poder tenerlo de vuelta. A las invocaciones se añade ahora un sacrificio animal real: Liddell decapita a una gallina muerta. Y cierra el acto cantando el legionario Novio de la muerte, una sorprendente variación castrense de su muerte de amor, que se puede leer de muchas maneras, ninguna de ellas ingenua, por más que su voz blanca logre un bello extrañamiento del himno oficioso del Tercio de Extranjeros.


ACTO 3. Asteroide (3318) Blixen

Descendemos al epicentro del vudú, al pacto sellado de Liddell con el Diablo y con la demonóloga baronesa, invocada por el asteroide que lleva su nombre, irónicamente descubierto un Día del Libro. El aluvión de referencias, a partir de aquí, es abrumador. Suena el Adagio de la 9ª Sinfonía de Hermann Nitsch, padre del accionismo vienés, arte literalmente visceral que no podía faltar en el universo liddelliano. Contemplamos imágenes de vudú haitiano del Divine Horsemen de Maya Deren. Desfila una joven con dos guacamayos, azul y rojo, de críptica simbología tropical. Tres ancianas tejiendo, como las tres Parcas, el hilo de la vida y la muerte. Una paródica boda entre un viejo y una joven, para los que Liddell destripa sacos y sacos de arroz. Y un hombre blanco y uno negro se retuercen de dolor sobre el símbolo matrimonial. Pero la horda de jóvenes desnudas sólo devora al culpable hombre blanco, cumpliendo la maldición de Liddell que, a continuación, mata a un niño a simbólicos palos, algo que sólo cobrará sentido en el siguiente acto. El vudú, como el Via Crucis, tiene sus pasos.

Lo importante del asteroide Blixen es que nos lleva al clímax de la magia negra. Los sacrificios han pasado de animales a humanos. Y las armas de la representación son cada vez más afiladas. Liddell hace bajar un telón de boca transparente para espetarnos románticamente que sólo somos amor. Pero al alzarse el telón, descubrimos muerto a su amante, de esperable amarillo teatral y literalmente pintado, a pincel, de rojo sangre. Es una cita visual de Lo importante es amar, el film de Andrzej Zulawski donde Romy Schneider era obligada a gritos a decir “te quiero”. No ha vencido el amor, sino la violenta escenificación del amor. Liddell nos azota con el título de Zulawski y se despide del tercer acto abriendo la maleta de sus viajes y sacando unas ramas de laurel, símbolo de la victoria poética. La venganza por su liebestod se ha consumado. De momento, es sólo un teatricidio.


ACTO 4. Te cantaré nanas turcas al anochecer

Giro de guion. Estamos en Navidad. Mientras suena el villancico de Los peces en el río, entre cruces y espumillón, Liddell lava los pies a uno de sus actores como Jesús a sus discípulos antes de morir. Los sobretítulos nos cuentan el suceso de un adolescente hallado muerto en un vertedero en 2022. Han encontrado un pie sin su pierna. Liddell enloquece pensando que su odiado Don Juan se esconde en el cuerpo del chico. La paranoia de que el vudú teatral haya saltado a la vida, de que un inocente muera vampirizado por una novia de Corinto como la de Goethe. El Diablo la castiga a escribir de nuevo. Y Liddell recurre a Moby Dick, como ya hizo en Y los peces salieron a combatir contra los hombres (2004). Podemos llamarla Ismael porque, en vez de arrojarse filosóficamente sobre su espada, como Catón, ella pacíficamente se embarca, cual grumete en ballenero. Y como si el viaje exorcizara sus miedos, vuelve al rito y al sacrificio, como si nada. Pero ya por última vez. Sus actores la cubren con un manto negro y la rocían con vino y leche. Desollan un conejo muerto. Y ella retoma sus jeremiadas. Clama por la hija que nunca tendrá, llegado el climaterio. Suena El lago de los cisnes de Chaikovski, el romántico ballet del amor animal imposible. Y Liddell se refugia otra vez en la sacrosanta negritud, cerrando con un espiritual ‘Aleluya’, con el blackface de sus actores infantiles en un carruaje escoltado por palmeros. La obsesión blixeniana con la pureza afroamericana que Liddell hace suya, ahora en su más sencilla y clásica versión evangélica.


ACTO 5. A la muerte yo llamo

Con la escena a oscuras, Liddell hace sus adioses en off. Nos sirve dos tazas de su olímpico desprecio de siempre, ése que tiene reservado a quienes le aplaudimos, a quienes alimentamos nuestro espíritu de sus estetizadas miserias personales, una patética sociedad de divorciados, malcasados, alcohólicos, promiscuos e ignorantes. De nuevo el monólogo del club de la tragedia con sus mejores rachas de negro humor hipocrático. Muy parecido a aquéllos, también hilarantes, de Maldito sea el hombre que confía en el hombre (2011). Pero se podrían citar muchos más, porque es un consolidado subgénero del odio liddelliano.

Y llegamos al testamento vital ante notario, quizá el único vínculo de este vudú con la realidad, porque comparece una notaria haciendo de sí misma. Y la difunta en ciernes pide que la velen en una habitación de hotel pintada de rojo, que le disparen al corazón, que la entierren con un libro de Baudelaire, que se oficie el rito cristiano, suene música de Bach y se lancen 101 salvas. Firma el testamento y coloca, en un pequeño ataúd blanco, a una niña negra. Los orígenes africanos de la humanidad. Algo que, en catalán, se llamaba antiguamente un ‘albat’, la criatura muerta antes del uso de razón, etimología que Liddell escenifica a la perfección, queriendo o sin querer. Y suenan las 101 salvas, sin dejarse ni una. Sobrevuela el escenario un poético cuervo digno de Poe. Un sobretítulo anuncia el Concierto para dos claves de Bach. Y estalla la Alegría de vivir de Ray Heredia mientras Liddell se enciende un cigarrillo, echa ceniza a sus cenizas y se contonea hasta que vamos a negro, entre el aplauso cerrado de un público enfervorecido. Es difícil morirse mejor. Un corte de mangas más glorioso a la muerte y a la platea. Y uno recuerda que el título completo de Nietzsche era El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música. Y todo tiene un poco más de sentido.

Vudú (3318) Blixen es, probablemente, la obra maestra de Liddell hasta la fecha, la que mejor cifra, descifra y compendia todas sus muertes anteriores. No es el epitafio, sino el cenotafio. Un monumento fúnebre sin cuerpo, como el de su admirado Baudelaire en Montparnasse, donde no nos cansaremos de llevar flores, porque la falsa suicida ha escrito una obra sobre su muerte y le ha salido la obra de su vida. Así que los malvados espectadores que nos alimentamos de su sangre de pelícano podemos estar, en nuestra infinita mediocridad, felices y tranquilos. Hay quien sólo sabe morir de éxito. Tenemos Liddell para rato.