Suetoni, un escriptor romà que és un dels mestres del gènere biogràfic del món antic, va deixar per a la posteritat un retrat del tercer emperador romà, Gai Juli Cèsar August Germànic, que ha passat a la història amb el seu sobrenom infantil: Calígula. L’escriptor Albert Camus, un dels autors imprescindibles de la França del segle XX i premi Nobel de Literatura el 1957, va partir d’aquest retrat per tal de crear una peça teatral que és, de fet, un conjunt d’obres integrades en una de sola. El seu protagonista s’enfronta a l’absurd de l’existència (un dels temes clau en l’obra de Camus) després de la mort de la seva amant i germana, Drusil·la, i en un intent de demostrar la mortalitat i la infelicitat dels éssers humans, sotmet els seus súbdits a tota mena d’horrors i persecucions.
Pablo Derqui interpreta el paper protagonista. L’actor ja havia treballat amb Mario Gas en la posada en escena de La muerte de un viajante, obra d’Arthur Miller, vista al Teatre Lliure l’any 2009, i l’any següent va passar pel Grec interpretant la peça de Neil LaBute Coses que dèiem avui. Gas, que a més de ser un director de teatre vinculat al Grec Festival de Barcelona des de la primera edició és actor i director de cinema i òpera, ha signat més d’un centenar de muntatges, gràcies als quals ha rebut tota mena de premis, entre els quals un premi Butaca, el Premi Nacional de Teatre, diversos premis Max i un Ciutat de Barcelona en la modalitat d’Arts Escèniques.
Respiro. La tensión que me tenía enganchada al asiento del Grec se ha terminado. Pero la obra sigue. Y me doy cuenta de lo que ha hecho que me relaje: Calígula, o Pablo Derqui, ha salido de escena. Unos instantes antes, su expresión irónica, soberbia, cínica y profundamente infeliz bastaba para llenar el escenario entero con su sola presencia, tan absorbente como fascinante.
Su maldad me recordaba a Zucco, a ese asesino que tan brillantemente interpretó bajo las órdenes de Julio Manrique, con esa especie de lógica perversa que busca actuar en consecuencia de una sociedad en la que él se incluye, corrupta y déspota por naturaleza. Se crea en ambos personajes una contradicción constante, una pelea del espectador consigo mismo que se debate entre la aceptación y el rechazo, la ferocidad del malvado y una irracional necesidad de defenderle.
Sin voluntad historicista, en este texto cada réplica podría ser una discusión filosófica. Y es que aprovechando la sangrienta figura del emperador romano, Albert Camus escribió una obra existencialista en la que reflexiona sobre el sentido de la vida y la sociedad humanas. Mario Gas lo sabe y opta por una puesta en escena muy simple, demasiado quizás y con algún que otro problema de sonido, en la que da a cada palabra su tiempo de digestión. El resultado, un montaje denso que requiere de toda la atención del espectador.
En contrapartida, el director aprovecha las excentricidades del protagonista para desmontar en apenas unos segundos toda la harmonía imperante, creando un par de escenas surrealistas, esperpénticas, que sorprenden al atento y despiertan al dormido. Una vez más, la contradicción y la duda provocan a un espectador que no sabe cómo reaccionar.
El espacio, grande y bastante vacío, ganaría en un formato más íntimo en el que poder ver de cerca toda la fuerza interpretativa. Poco se puede decir de un conjunto de actores que queda eclipsado por el protagonista. Sí merece una pequeña mención la Cesonia de Mónica López, la figura femenina en quien vemos el amor y la fidelidad absoluta, con una serenidad inquietante.
Vuelve Derqui y la tensión se reanuda. Él sigue en su aparentemente razonada búsqueda de lo imposible, de la libertad absoluta, de la luna. La tranquilidad apremiante con la que se dirige a sus súbditos y a su fatal destino vuelve a absorberme. Y las preguntas y las incertezas seguirán golpeándome hasta más allá del saludo final y de la merecida ovación a Derqui.