Agustí Villaronga adapta i dirigeix aquesta nova producció teatral basada en l’obra La casa dels noms, de Colm Tóibín. En el llibre, l’autor humanitza Clitemnestra, un personatge cabdal de la literatura clàssica grega, tal com feu amb la Mare de Déu a El Testament de Maria (que vam poder veure al Teatre Principal el 2015). Cal recordar que Clitemnestra fou esposa d’Agamèmnon i mare de tres fills: Electra, Ifigènia i Orestes. Com a ofrena als déus, la jove Ifigènia va ser sacrificada pel seu propi pare, Agamèmnon. I Clitemnestra venjà aquesta mort, amb l’ajuda del seu amant, Egist.
Tot plegat, la tradició occidental ens ha mostrat una Clitemnestra com la representació de la maldat: infiel, cruel, assassina, entabanadora i mala mare. A través d’ella es construí un missatge misogin que es plasmà a l’Orestíada d’Èsquil, es transmeté a Eurípides i Sòfocles –els seus contemporanis– i es consolidà al segle XVII amb les tragèdies franceses de Racine. Tóibín, prescindint de la tradició, aporta una nova sensibilitat per tal que aquest dolor que ens transmet Clitemnestra, que ens arriba de lluny, sigui ben viu, més proper i més indulgent.
Clitemnestra es, después de Helena, la mujer más denostada de la mitología griega. No sólo por unos valores que hoy llamaríamos machistas y patriarcales, sino porque su maldad oficial, como la de Helena, apenas tiene ocasión de ofrecer sus propias razones. El ejemplo más flagrante es la Orestiada de Esquilo, donde la crueldad caricaturesca de Clitemnestra permite justificar su asesinato a manos de Orestes, inaugurando así una nueva justicia que acaba con el ojo por ojo acabando con ella, después de escuchar sólo las razones de él. La voz de Clitemnestra, sin embargo, se insinúa en Eurípides, el dramaturgo de las mujeres y los esclavos, del antibelicismo y el agnosticismo. Y por un momento descubrimos en ella, no a la viuda negra de Agamenón, no a la lujuriosa amante de Egisto, sino a la desgarrada madre de Ifigenia, sacrificada por su padre para obtener los vientos favorables que lo llevaran a Troya, en un cruento y supersticioso ejercicio de la razón de Estado. Y es ahí, en la Electra de Eurípides, donde Clitemnestra adquiere una insólita profundidad como personaje y un atisbo de dignidad. Pero sus palabras son breves. La tragedia sigue. Y el matricidio queda perdonado.
Lo que hace Colm Tóibín en La casa dels noms es amplificar el esfuerzo euripideano de dar voz a Clitemnestra. Pero no lanzando proclamas evidentes sobre el papel social de la mujer o enzarzándose en amargos cruces de reproches, como las esticomitias finales de las tragedias griegas. Tóibín simplemente deja hablar a la adúltera oficial, a la asesina oficial, a la mala madre, para que pueda jugar con las mismas cartas que los varones de la casa de Atreo. En ese sentido, La casa dels noms se parece mucho al Testamento de María del propio Tóibín, donde la Virgen adquiría un protagonismo impropio de las Sagradas Escrituras y, por el mero hecho de devanar el hilo de sus pensamientos, ponía en solfa el silencio impuesto por la tradición, su discriminación por omisión, la negación del pan y la sal de la palabra a uno de los personajes que, no obstante, más tenía que decir en la historia a la que daba literalmente nacimiento.
La adaptación de La casa dels noms de Agustí Villaronga, sin embargo, flaquea allá donde era fuerte la novela de Tóibín. Los monólogos novelados del irlandés brillaban por el torrente introspectivo de sus personajes, por las sutilezas descriptivas de un relato pensado para ser narrado más que mostrado. Había más épica que drama, por decirlo con Aristóteles, más diégesis que mímesis. A pesar de esos pesares, la adaptación de Villaronga traspone tal cual el relato de Tóibín, convirtiendo a Clitemnestra en narradora de sus propias acciones en tiempo real, explicándonos que apuñala a su marido mientras apuñala a su marido, diciéndonos que besa a su amante mientras besa a su amante, narrando lo mostrado y mostrando lo narrado hasta colmar el relato de evidencia. Problema que no tenía la adaptación de El testamento de María del propio Villaronga, donde el personaje de la Virgen asumía todas las voces, como un aedo, alternando lo dicho con lo hecho en una mezcla mucho más fluida.
La estrella absoluta de la función es una Núria Prims que llena de vida a Clitemnestra, aliviando las deudas novelescas del guion y protagonizando, de facto, un monólogo disfrazado de coralidad. Porque el resto del elenco tiene un mero papel testimonial, bien resuelto pero sin ocasiones para el lucimiento, convertidos en la pólvora de rey con que dispara un Villaronga que habría podido arreglárselas sólo con Prims. La función, por lo demás, transcurre sabiamente en una hora justa (no hagan caso de la hora y media del programa de mano), evitando estirar las posibilidades de este monodrama con constelación familiar de fondo. Los personajes saltan por la mullida escenografía de Susy Gómez, donde montañas de colchones emulan las escalinatas de un palacio antiguo, una celda, un lecho o, más subrepticiamente, el acolchado espacio de una terapia de grupo. Clitemnestra, la casa dels noms se levanta, así, como una función inteligente y amena que será recordada, sobre todo, por la sensible reescritura de Tóibín, por el manierismo que da voz a uno de los secundarios más jugosos de la literatura griega clásica.