El cortinatge de lluentons desprèn tuf de suor i desinfectant. Les notes musicals s'escampen per la penombra mal ventilada abans de diluir-se en el fons dels gots. Sota els focus que difonen blau de nit, el delmat cor de cupletistes assaja una rudimentària coreografia. Mandra de barnussos, xandalls i mitges apedaçades, ornats amb boes desplomades, brillants quincalles i acoblaments de micròfon. Carns endurides que enterren tants desigs, mirades nues que saben de tants crepuscles. La ganyota de la mort oculta rere el maquillatge barat. Al mirall del camerino, envoltat per bombetes foses, quedà escrita amb pintallavis la veritable història, on el gènere frívol es converteix en tràgic.
Allí es refugien aquestes restes de coristes, vedets esgotades i ruïnes d'imitador, agonia i furor d'una cultura, a l'hora de tancar, quan la nostàlgia balla en la penombra, el moment de col·locar les cadires damunt les taules.
Inspirada en la desapareguda Bodega Bohèmia de Barcelona, aquesta és l'al·legoria d'una cultura apuntalada, que espera l'ensorrament, situada en un cau lúgubre infestat per les rates que treuen el cap als nostres treballs, on un nucli d'artistes aïllats i a contracorrent resisteix, esgotats, entre la resignació i la rancúnia, sense cap heroisme, més aviat a la mercè d'una època que renuncia al fet poètic.
Me confieso zarandiana, zarandista o como quiera que se llame a quien admira y sigue a La Zaranda. Estoy convencida de que nadie como La Zaranda han puesto en práctica el esperpento vallinclanesco de una forma tan convincente y convencida. Su último espectáculo, El desguace de las musas, puede sonar a canto del cisne. Pero la compañía de origen jerezano -aunque ahora rece en sus carteles lo de Teatro inestable de ninguna parte- es un ave fénix con un enorme poder de resilencia. De esto da buena cuenta sus más de cuarenta años en los escenarios. Su relación con la muerte es una constante de sus espectáculos y forma parte del sentimiento trágico que atraviesa toda su producción. Un sentimiento trágico que transforman en tragicomedia grotesca de forma muy genuina. El género dramático, casi olvidado en el repertorio español más contemporáneo, sigue cultivándose con éxito en América. Y quizás por ello, La Zaranda haya pasado más tiempo en los teatros americanos que en los de este lado del Atlántico. No obstante, el suyo no es un teatro de texto, puesto que lo textual tan sólo es un recurso más en unas piezas que sólo adquieren sentido en la representación. Sus “textos” la acercan al teatro del absurdo: la reiteración, el habla popular, el retruécano y la frase hecha aparecen en unos espectáculos de humor negro y ácido que disparan con crueldad y a discreción, no contra personajes o grupos sociales, si no contra sí mismos o lo que es lo mismo, contra una humanidad compuesta por perdedores y desheredados. La Zaranda ha creado con el tiempo un universo propio, una distopia antigua en tiempo presente habitada por seres deformes o moribundos, pero extraordinariamente humanos. Sus escenarios están al límite de la descomposición, del derrumbe; en ellos se dan cita objetos de bizarra procedencia y todo parece ser rescatado del vertedero. Aunque, observando con atención, se pueda apreciar unas estructuras modulares que convenientemente manipuladas por los propios personajes van cambiando la disposición escénica para recrear sus “cuadros escénicos”. En ellos es fácil reconocer un Descendimiento, una Piedad o cualquier otra imagen propia de la iconografía barroca que alimenta su imago mundi. Una estética que los sitúa en el polo opuesto de lo que el filósofo germano-coreano Hang, atribuye a la estética triunfante encarnada en la obra de Jeff Koons: si Koons es el paradigma de lo liso y lo brillante, La Zaranda lo es de lo rugoso y deslucido. La Zaranda busca en los rincones polvorientos y enmohecidos a sus personajes para presentárnoslos tal cual o en grado superlativo. Alejados de la estética dominante, practican un teatro militante y comprometido consigo mismo. Y aunque su trabajo no sea del gusto del gran público, constituye un pozo de sabiduría teatral al margen de modas y tendencias.
Como en otros de sus espectáculos, El desguace de las musas construye un discurso metateatral con el que ahondan en la descomposición de un sistema (cada cual puede añadir a sistema el epíteto que le plazca). Un decrépito Don Pepe, el empresario de una compañía paupérrima, ensaya la apoteosis final de un viejuno espectáculo de varietés. Su compañía está formada por dos “viejas glorias locales” (Gaspar Campuzano y Enrique Bustos), a la que han sumado dos coristas o vedettes con algún que otro problema y un cómico que defiende el espectáculo con tan denodado optimismo que resulta patético. La revista -un género hoy prácticamente extinto- ha merecido importantes homenajes; el de La Zaranda pudiera ser un retrato, con su pizca de deformación de espejo cóncavo, de lo que fue la Bodega Bohemia de la calle Lancaster en un Barrio Chino que ahora llamamos Raval. Un retrato cruel y despiadado, pero no exento de lirismo y de profunda humanidad. Se incorporan al reparto Inma Barrionuevo y Mª Ángeles Pérez-Muñoz de la madrileña Teatro Tribueñe que presentó en colaboración con La Zaranda, El corazón entre ortigas la pasada temporada. Gabino Diego viene a completar el estrafalario elenco del empresario (Francisco Sánchez), un Gabino Diego embrujado por el lirismo de Eusebio Calonge y rendido a la dirección de Paco de La Zaranda que ha sabido hacer suyo el complejo universo zarandero. Atrincherados en el Romea, resistiendo los envites de lo liso y lo frívolo, sobreviven unos cómicos que “están a lo que están y por lo que están”.