L'Andreu, un home de setanta-sis anys, culte, sorneguer i tossut, està perdent la memòria, però es resisteix a acceptar cap mena d'ajuda i rebutja tots els cuidadors que la seva filla, l'Anna, intenta contractar. A mesura que tracta de donar sentit a les seves circumstàncies canviants, l'Andreu comença a dubtar dels seus éssers estimats, de la seva ment i, fins i tot, de la seva pròpia vivència de la realitat.
Cuando en 2014 se estrenó en Bath la version inglesa de Le père -con traducción de Christopher Hampton- la crítica encontró ciertos paralelismos entre El rey Lear de Shakespeare y el drama de Florian Zeller. Una lectura que se reafirma con nitidez cuando el personaje protagonista es interpretado por un actor de imponente presencia como Josep Maria Pou. (Nota al margen: Pou fue Lear en el montaje dirigido por Calixto Bieito en 2004). Esa relación no siempre es tan evidente cuando André, el anciano atrapado en su decadencia mental, es un cuerpo y un temperamento que ya no guarda ningún rastro del gigante que fue, como ocurría quizá con Héctor Alterio en la producción dirigida por José Carlos Plaza.
Para entender la magnitud de la tragedia el espectador debe entender de qué altura cae el macho alfa. Es necesario un mínimo recuerdo de su altivo esplendor para combatir la piedad automática ante la fragilidad de la vejez. Un elemento distintivo de este texto es la consciencia de lo poco que se merece ese hombre la compasión y el cuidado de los otros cuando ha perdido armas y armadura, además de colocar al espectador dentro de la descomposición cognitiva del protagonista. Participar de un mundo que se desvanece, leer el tiempo en el desorden, desterrar el reconocimiento de los rostros.
Es casi un imperativo contar con un actor como Pou para captar el profundo dilema emocional que Zeller ofrece al público y no quedarse sólo con el horizonte del sentimentalismo. El Andreu/André de Pou conserva en la primera escena aún un resto de la suficiencia de un hombre que nunca necesitó a nadie, ni la estima de su familia. Y desde esa soberbia autosuficiente se recorre el camino nebuloso a la más absoluta dependencia, hasta refugiarse en el llanto puro y desarmado de un niño que llama a su madre. Es difícil calibrar qué aporta la dirección de Josep Maria Mestres al enorme trabajo interpretativo de su protagonista. Quizá un tono fantasmal del conjunto actoral, subrayado por la iluminación de Ignasi Camprodon y la ascética textura metafórica de la escenografía de Paco Azorín, bastante de moda en teatro francés de los últimos años. Mestres recompone a su favor la calidad subalterna que para Zeller tienen el resto de dramatis personae de la obra. Desequilibrio tan comprensible para el autor como comprometido para el director y la compañía. Mestres ha encontrado el tono adecuado para que el protagonismo absoluto del padre -rey destronado, herido, errante y perdido en su laberinto- se perciba como el único posible cuando quien asume ese rol es un actor de la personalidad de Josep Maria Pou. Quizá uno de los intérpretes más conscientes de la responsabilidad que asume ante la platea.