El 2007, a Calais, tota una família es va penjar sense cap motiu aparent. Només van deixar una nota: “Ens hem equivocat”. Milo Rau, un dels directors europeus més influents dels darrers temps, es va inspirar en aquest succés per iniciar la seva trilogia de la vida privada i per proposar un experiment sobre la feble frontissa entre vida i ficció. Els quatre intèrprets també són família.
Quitarse la vida, además de triste, ha tenido siempre un aura de individualismo absoluto. Y hay mucho de literatura en eso. Empezando por aquella que, en nombre de lo real, podía detallar el sabor a arsénico en la boca de Emma Bovary mientras achacaba su muerte a un melodramático mal de amores. Y tan realista había que suponer lo primero como lo segundo. Cuarenta años después de la novela de Gustave Flaubert, sin embargo, un estudioso francés, Émile Durkheim, hirió de muerte al bovarismo al publicar El suicidio. Un estudio sociológico, donde demostraba, cargado de datos, que las muertes por la propia mano no surgen de la nada individual, sino que hablan tanto del difunto como de la sociedad que lo entierra. Algo que hoy acepta hasta Netflix, cuando estrena una serie sobre las trece razones por las que una adolescente americana puede quitarse la vida. Y en la supersticiosa cifra hay una pequeña sociedad de trece individualidades. Lo que Durkheim no podía imaginar es que, un siglo después de su estudio, mientras Netflix le daba la razón, ocurriría en su país y el de Flaubert una muerte que no podrían explicar ninguno de los dos. Fue en Calais, en 2007, cuando la familia Demeester se colgó sin más de una viga, dejando una enigmática nota: “Nos hemos equivocado. Lo sentimos”. La ironía del destino quiso que la ciudad del suceso fuera también conocida por una escultura de Auguste Rodin, Los burgueses de Calais, en recuerdo al escuadrón suicida que, durante la Guerra de los Cien Años, ofreció su vida para salvar a sus compatriotas del invasor inglés. Y uno se pregunta, entre aquel suicidio altruista y bien explicado del siglo XIV, y este suicidio enrocado e inexplicable del siglo XXI, si la burguesía calesiana no tendrá algo que contarle a Flaubert, a Durkheim, a Netflix y a todos nosotros.
Milo Rau ha debido de preguntarse algo así, porque ha convertido el suicidio de los Demeester en Familie, la primera parte de toda una Trilogía de la vida privada, con dramaturgia de Carmen Hornbostel. La breve función de hora y veinte, sin embargo, podría encajar en cualquier otra parte de la vasta obra del suizo que, en verdad, siempre habla de lo mismo: de truculentas historias reales narradas con vídeo en directo, mezclando lo documental con lo metateatral, aderezado de citas cultas y ramalazos ideológicos a diestro y siniestro. Un estilo que le ha granjeado el reconocimiento internacional y la fama de enfant terrible, que él ha cultivado hablándonos de pederastia e infanticidio en sus stravinskyanas Five Easy Pieces (2016), denunciando el aborto por síndrome de Down en sus pasolinianos 120 Days of Sodom (2017), bautizando su compañía y productora como International Institute of Political Murder (2007), o publicando su ambicioso Ghent Manifesto (2018), un decálogo con dejos marxistas que enarboló como director del NTGent. Y de todo esto hay algo en Familie.
El suicidio de los Demeester es interpretado por los Peeters, una familia de actores que encarna a los muertos pero también a sí misma: el padre, Filip Peeters, y la madre, An Miller, como actores profesionales, y sus hijas Leonce y Louisa cubriendo la cuota de intérpretes no profesionales del manifiesto gantés. La función se presenta como un psicodrama desde el principio, saltando del relato documental de los Demeester a las reflexiones personales de los Peeters, sondeando el misterio de los muertos con las dudas de los vivos, creando una hermosa ambigüedad por la que no siempre sabemos si hablan los primeros o los segundos, ni falta que hace porque, al fin y al cabo, se trata de afrontar la pulsión de muerte que vive en cualquier ser humano.
Y el juego de Rau surte efecto. Filip, haciendo de padre suicida y de sí mismo, nos cuenta sus inicios como intérprete en El león de Flandes, la desastrosa película de Hugo Claus que, como tantos trabajos después, lo mantuvo alejado de su casa y de sus hijas, alimentando su complejo de mal padre. Y An confiesa que fotografiaba a las niñas mientras dormían, emulando el macabro arte de la necrografía. O que piensa en su entierro cuando escucha música de Bach. O que le gusta Leonard Cohen mientras oímos Who by Fire, la hermosa balada sobre las mil y una maneras de morir o matarse. Y Leonce y Louisa nos dicen que pidieron ingresar en un internado para hallar el orden que no habían hallado en casa. Y Louisa admite que piensa en la muerte y que lo habla con su madre, que sabemos cómplice. El diálogo de ultratumba entre los Peeters y los Demeester tiene momentos tan sutiles como inquietantes. Lo metateatral se vuelve existencial. Y es difícil no recordar El hombre de teatro de Thomas Bernhard, que salía a escena cada noche para no colgarse, y conjeturar si los Peeters no representarán el suicidio de los Demeester para evitar colgarse ellos también.
La función transcurre en los interiores de una casa, diseñados por Anton Luka y Louisa Peeters como los practicables de un rodaje. Louisa, además, habla a público para narrar la historia de principio a fin. Y vemos a los Peeters tomando el marisco de la última cena de los Demeester, mirando vídeos domésticos que sugieren la normalísima vida de ambas familias, empaquetando sus enseres como para una mudanza, pagando sus facturas para dejarlo todo en orden, evocando el laconismo de Flaubert (“Saludos afectuosos desde la costa”, escribió para una admiradora) cuando redactan su breve nota de despedida, vistiéndose de punta en blanco para el viaje final sobre cuatro taburetes debajo de cuatro sogas, dejando sonar el Tristes apprêts de Jean-Philippe Rameau, el aria sobre los tristes preparativos mortuorios de Cástor. Y entre Rameau, Flaubert, Rodin y Durkheim, se diría que Francia contiene todas las claves de un misterio que, sin embargo, no se deja descifrar.
Los juegos documentales e intertextuales de Rau y Hornbostel hacen inevitable pensar en el Manifiesto de Gante y en aquel arrogante primer punto: “Ya no se trata de representar el mundo. Se trata de cambiarlo. El objetivo no es describir lo real, sino hacer real la propia representación”. Una descarada paráfrasis teatral de la tesis 11 de Marx sobre Feuerbach que, en Familie, habría de empujar a Flaubert del retrato de Bovary y los saludos costeros a una intrépida intervención en el mundo cruel que engulló a los Demeester y que hace titubear a los Peeters. Pero no es así. Desde su realidad video-teatral aumentada, Rau se limita a interpretar sin transformar, dejando caer la mitad de su beligerante decálogo y quedándose en algún lugar entre el realismo socialista y el flaubertiano, en un ‘mientras tanto’ teatral que sería tentador llamar ‘raualismo’. Y en esa sabia renuncia a la revolución está el discreto encanto de sus burgueses de Calais.
Familie ha pasado por el Teatre Municipal de Girona, en el Festival Temporada Alta, después de tres años de gira. No será, quizá, la más recordada de las obras del director suizo porque no trae el morbo ni el escándalo, y porque es un derroche de guiños y sugerencias tan mortecinos o amortiguados como sus personajes. El fundador de todo un instituto del asesinato político no ha querido politizar el suicidio. Tampoco solemnizarlo, imponiéndole hamartías o catarsis como a una Antígona en el Amazonas o a un Orestes en Mosul. Simplemente ha dejado hablar a unos actores consigo mismos y con unos desconocidos de quienes nunca sabremos nada, aunque sepamos que podrían explicar mucho, y por eso no podemos dejar de hacernos preguntas. Familie tiene, por todo eso, el aire de una obra de transición o madurez. Menos osada y más reflexiva. Parece que, antes de cambiar el mundo, Rau ha juzgado oportuno interpretar, como todo el teatro contemporáneo, a la burguesía que lo domina.