Un home de teatre, aparentment segur i sense pèls a la llengua representa aquest vespre amb la seva família, una funció escrita per ell.
Mai sabrem veritablement què sentia el públic de Bernhard en les seves estrenes ni perquè bona part de la societat austríaca entrava en còlera. Però si en les seves peces canviem els noms propis austríacs pels catalans...
... s'aconsegueix una aproximació divertida i una àcida visió d'un megalòman sobre la nostra societat, la seva familia, la vida i el món del teatre, .
Hacer teatro, en el acervo popular, goza de muy mala reputación. Es el triste sinónimo de la exageración o la impostura, como el político que hiperventila o el delantero que se deja caer en el área. Y tal vez sea injusto llamar ‘teatro’ a esas maldades. Pero el prejuicio tampoco surge de la nada. Es algo que ya criticaba el Hamlet de Shakespeare cuando pedía a los actores de Elsinor que no gritaran sus versos como un pregonero. Les pedía que no hicieran teatro. Y todos recordamos, por estas latitudes, al insoportable actor-pregonero de Fernán-Gómez en El viaje a ninguna parte, vociferando ante una cámara de cine como si tuviera que llegar a última fila de platea. Esa horrible manera de hacer o deshacer el teatro (en catalán, ‘teiatru’) ha existido, existe y existirá, aunque alcanzó sus cumbres más borrascosas en los melodramas victorianos. Por supuesto, tuvo sus enemigos. Los más radicales atacaron las condiciones materiales de producción del grito y la alharaca: los grandes escenarios y las grandes plateas. Y así nació, por pura reacción, el pequeño teatro de cámara de Max Reinhardt en el Deutsches Theater de Berlín en 1906. O un año después, en Estocolmo, el Teatro Íntimo de August Strindberg, que aún hoy sigue programando. Pasadas las guerras mundiales, brotaron mil y una variantes de sobriedad escénica para minorías atentas. Entre las más estrictas, el teatro pobre de Jerzy Grotowski o la antropología teatral de Eugenio Barba, que limitaron incluso el número de asientos para asegurar la comunión entre actores y espectadores. Una especie de liturgia laica centrada en palabras escuetas y gestos mínimos, que abjuraba de la tramoya para “hacer teatro” sin “hacer teatro”.
Àlex Rigola se ha unido a la austera resistencia de los Reinhardt, Strindberg, Grotowski, Barba y otros tantos. En un gesto valiente, cuando no temerario, ha creado una nueva sala en Barcelona, una suerte de Teatro Íntimo del barrio de Sants, un Kammerspielhaus llamado Heartbreak Hotel frente a la Plaça de l’Olivereta. Abrió en septiembre reponiendo el Hedda Gabler que él mismo dirigió el año pasado en el Lliure dentro de una caja de madera. Un Ibsen de cámara que pronto irá a Madrid y al CDN. Pero su primer estreno ha llegado este primero de noviembre con L’home de teatre de Thomas Bernhard. Significativamente, teatro sobre teatro o, para ser más exactos, teatro sobre un “hacedor de teatro” (Der Theatermacher). Toda una declaración de intenciones para un nuevo espacio escénico, por no decir una obra-manifiesto de la neovieja manera de hacer teatro del Heartbreak Hotel.
El hacedor teatral de Bernhard se llama Bruscon. Un actor, director y dramaturgo que viaja con su familia como los antiguos cómicos de la legua, de pueblo en pueblo, actuando en escenarios de mala muerte de la Austria profunda a finales del siglo XX. Bruscon quiere representar una comedia escrita por él mismo, La rueda de la historia, que en verdad es una tragedia que va de Julio César a Hitler, Stalin y Churchill, pasando por Goethe, Madame de Stäel, Kierkegaard o Marie Curie. Y mientras prepara la función en un mugriento hostal de provincias, Bruscon despotrica del mundo y del teatro en presencia de sus hijos, su esposa y un hostalero que escuchan casi mudos sus diatribas contra el nazismo, el comunismo y el feminismo, pero también contra ellos mismos, contra los actores, el público, la crítica y los teatros nacionales. Una obra que bien podría titularse Antes de la función, parafraseando el film de Bergman (otro autor de cámara, por cierto). Porque L’home de teatre no es más que eso, la larga prefunción de una función que es una disfunción: familiar, teatral y nacional. La enésima andanada de Bernhard contra todo lo que se mueve. Angélica Liddell antes de Angélica Liddell.
El montaje de Rigola, por supuesto, no es literal. Partiendo de la traducción catalana de Bernat Puigtobella (Edicions 62), el imaginario austriaco de Bernhard queda adaptado a la Cataluña actual. Este hombre de teatro no nos habla de provincias centroeuropeas, sino de Barcelona, L’Hospitalet o Molins de Rei. Alude al Lliure y al TNC donde Bernhard aludía a teatros nacionales. Los actores se llaman por sus nombres, como otras veces en Rigola y como tantas veces en Bernhard, de Ritter, Dene, Voss a Minetti. Los retratos de Hitler que colgaban en las cervecerías austriacas se convierten aquí en retratos de Franco. Y el hombre de teatro rigoliano nos habla de Jordi Pujol y de Rafael Casanova. Aculturaciones que mandan más de un recado y que son, sin duda, el gran acierto de la función.
La caja escénica del Heartbreak Hotel merece comentario aparte. Una estrecha tarima negra de hombro a hombro del teatro, como un largo pasillo que no distingue el proscenio del foro, contra una pared negra de ladrillo vista, frente a 72 butacas de cuero negro que aún huelen a recién tapizadas. En medio de tanta negrura aparece Andreu Benito, que nos da extrateatralmente las buenas tardes vestido también de oscuro. Y uno piensa que el estreno ha caído en Todos los Santos, pero el luto del Heartbreak Hotel es para todo el año. Junto a Benito, en el angosto espacio vacío, sólo una flight case (no hace falta decir el color) como un actualizado hatillo del cómico ambulante. Y lo acompañan los lacónicos Marwan Sabri y Àlex Fons haciendo de sí mismos y de personajes bernhardianos, con prescriptiva ropa de calle, bajo unos pequeños puntos de luz led cenitales.
Benito monodialoga ante Sabri y Fons como el Bruscon de Bernhard. Pero deja su texto en los huesos, bajando a cincuenta minutos una función que podría rondar las dos horas, si uno piensa en montajes clásicos como el de Xavier Albertí de 2005 en el Lliure. La poda de Rigola, por supuesto, tendrá sus razones. Éticas, estéticas y políticas. Aligera los rayos y truenos de Bernhard contra el fascismo y el comunismo. Evapora unas cargas antifeministas (incluso unos personajes femeninos) que hoy nos harían sangrar los oídos. Pero es esa síntesis radical de fondo y forma, que tan bien ha funcionado otras veces, lo que hace tambalear esta función. Benito recita con dulzura y bonhomía unos versos que se alimentaban de su bilis, reduciéndolos a la mínima expresión. Se hace evidente que la lengua viperina de Bernhard no acaba de fluir en el suave minimalismo rigoliano, al contrario que la languidez existencial de Hedda Gabler o de Vania, que le iban como anillo al dedo. Y podemos convenir que menos es más. Pero también que cada texto pide su tono, y que una vieja fórmula de éxito no puede repetirse ad libitum con cualquier libreto. Antes o después, en un teatro íntimo o de cámara, habrán de entrar gritos y susurros, como en la propia música de cámara que inspiró el formato teatral. Si no, el discreto encanto del monodrama monotonal y monocromo, falto de registros y matices, puede acabar marchitándose.
El Heartbreak Hotel ha inaugurado en Barcelona algo excepcional: un teatro con programación y con programa. Su director, después de una larga etapa internacional con grandes escenarios, grandes repartos y grandes pantallas, ha dado un giro pendular hasta arribar a una pequeña sala de barrio. Un giro que lleva años incubando, al menos desde Who Is Me. Pasolini (2017) y Vània (2017), donde metió al público y los actores en una pequeña caja de madera para alcanzar una intimidad strindberguiana. Un giro que se plasma en los propios tickets de entrada, donde luce el nombre de la productora, Titus Andrònic, en recuerdo de los años de ruido y furia shakespeareana, junto al sentimental Heartbreak Hotel de la canción de Elvis, que canturrea el hallazgo de este pequeño refugio para corazones rotos, desengañados quizá de viejas pasiones escénicas. Pero el Heartbreak Hotel no está solo. Como en la canción del Rey, los corazones solitarios se acaban encontrando. Y aunque sea por imperativos metafóricos, parece evidente que un Hotel de Corazones Rotos acabará latiendo ‘On el teatre batega’, el club de pequeñas cajas escénicas que llevan años sanando el corazón teatral de Barcelona. Ahora, con la nueva sala de Sants, ya no habrá que encajar más la caja de palo en cajas escénicas más grandes y grandilocuentes. Ahora viene, en verdad, la parte más interesante, la más hermosa y la más difícil: dar programación al programa y, por grosero que suene, verificar que se puede hacer caja con la caja. Bravo y suerte.