Aquesta peça dibuixa en to de comèdia el retrat, desolador i tendre a la vegada, d’uns personatges marcats per la necessitat d’escapar, ni que sigui breument, del món en el qual viuen.
El protagonista de l’obra és un sastre que comparteix pis i taller amb un germà autoritari que només li permet realitzar la seva activitat preferida (vestir-se de dona) quan no el veu ningú. L’única persona amb que ti té tracte és el veí del tercer primera, un actor amb poca feina que acaba de quedar-se sense parella ni font d’ingressos.
Una situació inesperada farà que es quedi sol. Aquest fet li obrirà una porta alliberadora que no s’esperava pas. I per aquesta porta simbòlica entrarà la dona que més admira i que sempre hauria volgut ser: la gran ballarina Isadora Duncan. Això impulsarà al seu veí a posar-se en la pell del gran amor de Duncan, Serguei Iessenin.
Serà una feina o un joc, però entre tots dos personatges s’establirà una relació intensa i profundament humana que ens farà riure, malgrat el rerefons dramàtic de tot plegat…
En 2004 la Sala Beckett tuvo la feliz idea de dedicar su temporada a las obras de encargo con esta ciudad como paisaje dramático-literario. De “L’acció té lloc a Barcelona” nacieron títulos tan notables como Plou a Barcelona de Pau Miró o Barcelona, mapa d’ombres de Lluïsa Cunillé. Si este ciclo renaciera en 2022, Isadora a l’armari de Marc Rosich podría sumarse a este catálogo de piezas teatrales de una urbe de interiores, de personajes enclaustrados en sus pisos-refugio del Raval o el Eixample, con su débil horizonte más volcado hacia los patios que a las calles.
Con aquella excelente cosecha esta obra tiene en común el encuentro de personajes náufragos. Quizá Rosich tenga además especial gusto en colocar a sus protagonistas a la deriva en una ensoñación “bigger than life” que les rescate de su mísera y castradora realidad. Como en A mi no me escribió Tennessee Williams, también aquí un hombre de celofán aspira a trascender su yo invocando a la diva. Un ideal que esta vez se construye sobre el mito de la revolucionaria y glamurosa bailarina Isadora Duncan. La obsesión de un niño que, a escondidas de sus autoritarios padre y hermano gemelo y protegido por su abuela, baila con una cinta de gimnasia artística, como la delicada Deborah en Érase una vez en América. Luego -ya adulto- buscará ser ese otro ser maravilloso que existe en su reprimido interior agitando etéreas gasas con el gesto “a la griega” de la Duncan mientras suena la “Patética” de Chaikovski.
En esta obra se crea una atmósfera claustrofóbica de confinamientos pandémicos, paredes indiscretas y armarios para guardar una vida secreta entre turbantes y muselinas. Un encierro físico y mental en el que compiten por el escenario los personajes visibles y los invisibles. Un espacio dramático asfixiante, perturbador, perfecto para trazar una inquietante historia de dependencia entre el sastre que sueña con ser Isadora (formidable Oriol Guinart) y un actor en paro (excelente Jordi Llordella) que como el guionista de Sunset Bulevard acaba atrapado en el delirio con los rasgos impuestos del poeta ruso Sergei Esenin, amante de sino trágico de la Duncan.
Un traje a medida para Guinart. Este actor, que lleva tiempo en la órbita de Rosich, se permite multiplicar sus recursos interpretativos para recorrer toda la gama del patetismo, desde el ridículo a lo conmovedor. Un personaje que es víctima y verdugo, que permite expresarse desde el costumbrismo o el histrionismo; con el gran gesto o la controlada contención; con la fragilidad del juguete roto o la amenazante personalidad del psicópata.