Hamlet s'interpreta a si mateix en l'intent desesperant de trobar sentit a la seva existència. No estem a l'època de Shakespeare..., s'interpreta a si mateix en el present, en el nostre present més immediat. De fet, Hamlet s'està interpretant a si mateix ara, davant nostre.
I en aquesta representació infinita, Hamlet (o qui l'interpreta) ja ha acabat amb totes les corts reials de Dinamarca, i amb tots els governs del món, i amb tots els sistemes econòmics, i amb totes les ideologies... I encara res té sentit.
Hamlet s'interpreta a si mateix, ara, davant nostre, i intenta lluitar contra l'última gran evidència... res té sentit, res ha tingut sentit, res tindrà sentit...
Mentrestant, la seva víctima, Ofèlia, troba una causa, un sentit, un propòsit... i es desempallega del seu rol de víctima i maleeix tot allò que l'ha oprimit. El món ha canviat... Ara la protagonista és Ofèlia.
Hamlet es el título que le suena incluso a quienes no van nunca al teatro. La obra de William Shakespeare que más ha alimentado nuestro acervo, del “ser o no ser” a “el resto es silencio”. Teatro de medias y jubones, político y filosófico, sarcástico pero sentimental, reinterpretado y sobreinterpretado hasta decir basta. Por eso, cuando un dramaturgo le hace algo a Hamlet, se lo está haciendo a la historia del teatro como la conocemos. Y además lo sabe. Fue el caso de Heiner Müller en Màquina Hamlet. Cuando recibió el encargo de adaptar el clásico de Shakespeare, el autor alemán sintió el vértigo de encontrarlo agotado, de que su pequeña historia dramática y la gran Historia a sus espaldas habían acabado. Era 1977. Faltaba más de una década para que cayera el Muro de Berlín. Más del doble para que Hans-Thies Lehmann nos hablara de teatro posdramático. Jean-François Lyotard ni siquiera había pronunciado la palabra ‘posmodernidad’. Pero Müller ya avisaba de que, si Shakespeare no funcionaba, era que el viejo mundo había acabado. Y había que hablar de otras cosas.
Un mensaje cifrado
Aquel aviso fue Máquina Hamlet. Un texto literalmente críptico. Un drame à clef. Un mensaje cifrado de extremo a extremo. A veces la clave se deduce porque es historia de la Alemania Oriental donde vivía Müller, de la Unión Soviética y de sus satélites, de la Guerra Fría. Pero otras veces son referencias tan recónditas que sería imposible descifrarlas si no fuera porque el autor fue dejando miguitas de pan por el camino. Sabemos, por reportajes y entrevistas, que Müller imaginó a Hamlet bajo las purgas estalinistas, que le perturbaba el terrorismo supremacista de Charles Manson o que admiraba el terrorismo anticapitalista de Ulrike Meinhof. Y que todo eso convertía a su príncipe danés en una máquina de lanzar frases encriptadas.
Primera clave: Hamlet en Budapest
Müller da su pista más clara cuando habla de ‘Peste en Buda’, en el cuarto acto, en alusión a los juicios farsa que empezaron en la Hungría de los 1940, en la orilla oeste del Danubio, frente a la llanura de Pest. Para Müller, el espectro del padre de Hamlet tenía nombre y apellidos, como un protomártir: László Rajk, el primer líder comunista ejectuado por las acusaciones falaces de sus camaradas. Lo importante, obviamente, no es la erudición sobre un nombre, sino la primera grieta del sueño igualitario convertido en pesadilla policial, la utopía devorando a sus hijos. El espectro que recorría Europa ya no era una revolución que hacía temblar a la malvada burguesía, sino un Estado-Partido que hacía temblar a sus propios militantes.
Purgada la alternativa, se acababa la dialéctica. Y acabada la dialéctica, se hacía imposible el diálogo dramático, la vieja esticomitia, el teatro de ping-pong. Ya sólo quedaba hacer largos parlamentos frente a las estatuas caídas de Karl Marx, Vladimir Lenin y Mao Zedong, esperanzas petrificadas para quien algún día esperó algo de ellas. Para Müller, Hamlet ya no era el príncipe que se preguntaba por el ser, calavera en mano. Ahora era un actor que se salía del personaje porque le dolía el cerebro, como una cicatriz, de tanto hacerse la maldita pregunta. Alguien que sólo quería ser máquina, automatizar su existencia, como Marcel Duchamp automatizó el deseo en su Máquina del amor. Pero ese actor-máquina lanzaba una interesante advertencia: volvería a ser Hamlet cuando volviera el tiempo de la sublevación.
Segunda clave: Ofelia en la RAF
Ante el fracaso de los Hamlets, se impone una ‘Europa de la mujer’, dice el segundo acto de Müller. Una Ofelia que deje de matarse por amor y empiece a matar a sus enemigos patriarcales, capitalistas e imperialistas (“Heil, Coca-Cola!”). Una Ofelia que es una vengativa Electra, una terrorista Meinhof en la Rote Armee Fraktion (RAF) y una aterradora Susan Atkins, del clan Manson, cuya célebre amenaza cierra la obra: “Cuando atraviese la alcoba empuñando el cuchillo, sabrán la verdad”. La extrema violencia femenina como nueva verdad revolucionaria. Un escalofriante coqueteo de Müller con el terror puro y duro, que en aquellos años sedujo a buena parte de la intelectualidad de izquierdas, de Jean-Paul Sartre a Franz Fanon.
Lo sorprendente, sin embargo, del feminismo de Müller es que apunta ya al género performativo de la tercera ola. Su Hamlet dice “Quiero ser una mujer” antes de travestirse con ayuda de Ofelia. Algo que irá aún más lejos con los Merteuil y Valmont de Cuarteto. Y algo que, lógicamente, requería autocrítica por parte de una autoría masculina, que Müller escenifica literalmente cuando pide rasgar una foto suya durante la función. Dicho todo lo cual, el propio autor nos advierte de que la Europa de la mujer queda aún muy lejos. Sólo llegará después de una ‘Salvaje espera’ de milenios, reza el quinto y último acto, tras el período glaciar de una izquierda que por entonces iba perdiendo una guerra ya de por sí fría.
Hotel Hamlet
Con este currículum aterriza La màquina Hamlet en la Sala Àtrium de Barcelona, montada por el Projecte Ingenu, con dirección de Marc Chornet y traducción catalana de Maurici Ferré. Andamos lejos de la versión canónica de Robert Wilson, llena de bucles verbales y ostinatos, desdramatizada, casi afásica. Chornet hace algo más conciso y verboso, reduciendo todos los escenarios de Müller a una habitación de hotel, donde una Ofelia (Anna Pérez) con aires de Scarlett Johansson en Lost in Translation, y un Hamlet (Xavier Torra) mucho menos ajado que Bill Murray, repiten sus frases en una lenta agonía poética, observados por televisores donde pasa el Salò de Pier Paolo Pasolini, el Blow Up de Michelangelo Antonioni o El acorazado Potemkin de Serguéi Eisenstein. Una suerte de museo del fin de la historia como el que, según Francis Fukuyama, había de ser nuestra cultura cuando desaparecieran las luchas ideológicas.
Torra es un Hamlet literalmente maquinal. La dicción impersonal, el gesto impasible, arrugando páginas de periódico sin parar, echando a la papelera la lectura diaria de la historia o, como decía G. W. F. Hegel, la oración de la mañana del hombre moderno. Pérez tiene, por fortuna, pasajes más ágiles. Sube el tempo en el segundo acto y se hace más fácil de seguir. Tiene un papel más físico, con constantes cambios de vestuario, golpes de humor naíf y un complejo movimiento que recuerda a Vaig ser Pròsper, la versión no hablada de La tempestad de Shakespeare que hizo el Projecte Ingenu en 2018. En esa misma línea, esta Màquina Hamlet despliega una partitura cuidadísima y muy pulcra, que Pérez y Torra ejecutan en un trabajo de alta precisión.
Contribuye el inmersivo espacio sonoro de Neus Pàmies, unos auriculares inalámbricos que nos sumergen en los matices vocales de Hamlet y Ofelia, en cada golpe o roce de la utilería. Un recurso que los ‘ingenus’ ya usaron en La ruta de la palta, su obra más autorreferencial y política, con muy notables resultados. También la música original de Gerard Marsal abunda en esa línea, museizando el minimalismo electrónico de los 1970 en que escribía Müller, culminando un diseño de producción enormemente minucioso y coherente.
Sólo sorprenden, en la dirección de Chornet, algunas omisiones. Se echa de menos la feminización de Hamlet en el tercer acto, un poderoso gesto militante y dramático de Müller, extrañamente postergado a la última escena y a su mínima expresión. También la ausencia de una Ofelia vendada y paralítica en el desenlace, una contundente metáfora posdramática sobre la feminidad teatral, aquí sustituida por una Ofelia incólume que mira a platea durante sus últimas palabras. Y puestos a llenar de rostros los televisores hoteleros, se habrían agradecido unos primeros planos de las atormentadas Meinhof o Atkins, más que la lánguida hermosura de Anna Karina.
Máquina Hamlet en Barcelona
El Projecte Ingenu ha hecho La màquina Hamlet diez años después de estrenarse con Hamlet en la propia Sala Àtrium. Un salto valiente y valioso de la compañía y del teatro que la programa hasta el 28 de abril, más de un mes, con el riesgo evidente de no llenar sus 54 butacas, no por la calidad del montaje, sino por la dificultad del texto. Porque Máquina Hamlet es ardua incluso para un público ducho en escenas híbridas, teatro posdramático, nuevas tendencias o como lo queramos llamar. Y una prueba fehaciente de la importancia de leer teatro y sobre teatro, sea en la versión catalana de Ferré, en la castellana de Gabriela Massuh (Losada) o en cualquier otra que ayude a desenterrar las claves que blindan a Müller. El posfacio de Massuh, en ese sentido, es una mina.
Si Hamlet es el drama moderno por excelencia, Máquina Hamlet es el posdrama. Un retorno al clásico entre los clásicos para desarmarlo y preguntarse si aún tiene sentido. Sabiendo que la historia no ha terminado ya ni para Fukuyama, es probable que nuestra respuesta sea más optimista que la de Müller. Pero aun así vale la pena hacerse la pregunta. La hizo en 2012 la compañía Desubicats, bajo la dirección de Francesc Amaro, con su Màquina Hamlet en la Fundació Brossa. Y la hace ahora el Projecte Ingenu en la sala que dirige Raimon Molins. La cuestión, con la calavera de Shakespeare en la mano, es si nuestros clásicos son o no son actuales. Porque de todo habrá. Pero hagámonos la pregunta, no sea que la inercia convierta nuestros teatros en meras máquinas de hacer Hamlet.