Basada en la novel·la "L'última trobada" de Sandor Márái, aquesta peça parla del retrobament de dos vells amics, que havien estat com germans, després de quaranta anys de distanciament físic i espiritual.
Ambdós volen solucionar un conflicte del passat que els va distanciar i ara es veuen obligats a enfrontar-se als seus fantasmes per última vegada. Un duel sense armes en què els dos homes són caçador i presa alhora. Segons el propi Márái, és estrany però en hongarès les paraules ölés i ölelés, “matança” i “petó”, s’assemblen i tenen la mateixa arrel…
Després d’un llarg camí d’actuacions arreu del món, ara podem tornar a gaudir d’aquest espectacle guardonat en moltes ocasions.
Diez años, cien representaciones, es un tiempo suficiente para afirmar que estamos frente a una excepción. No es habitual en nuestro país encontrarnos con dos coreógrafos y bailarines persistentes, con impulso creativo y fuerza expresiva suficientes como para mantener durante tanto tiempo una obra rodando. Y menos con las dificultades técnicas que conlleva ésta.
En "Ölelés", que tanto significa en húngaro “matanza” como “beso”, la construcción general goza de un apasionado clima muy cercano al texto original sobre el que se asienta: "El último encuentro" de Sándor Márai.Contribuye a ello el control de luces, la escenografía y la selección musical, pues generan en el espectador una intensa experiencia estética que juega a partes iguales entre la sencillez y el efectismo. Unas copas de vino y un par de sillones dan idea del contexto histórico y la psicología de los dos personajes, enfrentados entre ellos en el pasado y que cuatro décadas más tarde vuelven a rencontrarse. Jordi Cortés y Damián Muñoz están en la edad ideal en la que se sitúa la trama, ambos con un paisaje interior y una presencia escénica que solo la madurez y el cuidado de sí mismos pueden asegurar. Es probable que la flexibilidad y la capacidad dancística fueran algo mayores en su estreno, pero quedan perfectamente suplidas en las actuaciones que han podido verse en el Mercat de les Flors estos días por su pasión, entrega, comunión y perfecta sincronización. Recordemos que no se trata aquí tanto de recuperar una pieza, sino de volver a mostrar algo que nunca ha dejado los escenarios, de manera que en este tiempo se ha ido acumulando experiencia y matiz en los roles que dibujan. Y aunque la esencia tanto musical como del gesto coreográfico se mantiene, la profundidad del relato se incrementa gracias a ese tiempo transcurrido.
Se trata de una afrenta entre dos viejos amigos que tienen pendiente resolver el problema que les separó. Pero hay una luz, una paz espiritual con la que se sabe significar toda la obra. De manera tan determinada que hasta se transmite en los momentos de baile intenso y disputado entre ambos cuerpos, mientras intentan abrazar una victoria incierta. Es lo más destacado, junto a los silencios, los recitados de texto y algunas de las arias que suenan. Desde este punto de vista el rencuentro con la pieza, y por extensión entre los propios personajes y entre estos y el público, no muestra fisura alguna y confirma la calidad del trabajo. Pese a todo, los años nunca pasan en balde y tanto tiempo después de su estreno se acusa un cierto agotamiento en el movimiento y en la propia coreografía. Como un trabajo conocido, apunta ideas que se han podido ver en otros momentos de los propios bailarines, como de otros artistas y queda lejos de poderse considerar un hito, más allá de esa extensa vida de la que ha gozado. Solo una mirada más inocente, sin presupuestos anteriores, mejor casi sin información, creo que pueda captar mejor lo mucho que enseña. Desde esa perspectiva, su programación de nuevo es un acierto pues permite dibujar una historia de la danza que sin memoria de la representación no sería posible alcanzar.