Tiago Rodrigues, el més internacional dels directors portuguesos i director del Teatre Nacional Doña Maria II, s’ha fixat en els homes i dones que invisibles murmuren paraules des d’una discreta caixa enmig de la boca de l’escenari: els apuntadors. Homenatge a un dels oficis més bells i antics del teatre. Sense ells i elles, allunyats dels focus de la popularitat, anònims i desconeguts, no es pot entendre la màgia de la funció, la versemblança de perfecció d’actors i actrius. Rodrigues en treu una del seu refugi (l’apuntadora històrica del teatre que dirigeix) i la converteix en la protagonista absoluta de Sopro.
Para el creador Tiago Rodrigues, la apuntadora es el bote salvavidas que en una obra de teatro cruza el río que hay entre la ficción y la realidad. La que le devuelve el aire al actor para que pueda revivir en forma de personaje. Una especie en extinción que, sin tocar el escenario más que con las puntas de los dedos, vive y respira el teatro. Las imágenes poéticas y nostálgicas del director de By heart son preciosas. Y la figura de Cristina Vidal, una de las últimas apuntadoras existentes en Portugal, es una reivindicación de todo lo artesanal que hay en el teatro.
La obra escenifica un café entre nuestra protagonista y el director, ambos interpretados por actores y apuntados sobre el escenario por la propia Vidal. Por primera vez, la veterana experimenta lo que es salir ante el público y, sin embargo, no pierde su esencia: Como una sombra silenciosa, ella ejerce su labor siguiendo a los actores, susurrándoles sus frases y recordándoles donde tienen que colocarse sin que apenas lo advirtamos, señal de que el espectáculo va como tiene que ir.
En la conversación entre Cristina personaje y el director, se sirven de metateatro para discutir sobre cómo debería ser el espectáculo que están haciendo. En paralelo, ella desgrana algunos recuerdos de su vida, mezcla de ficción y realidad, impregnados de todos aquellos actores que han pasado por su teatro –suyo, así lo siente- y a los que recuerda con los nombres de los personajes que interpretaron. Pasan por su relato el actor que hizo una pausa demasiado larga como para ser planificada, el que no decía nunca las mismas réplicas o aquella directora, su directora, que confió en su discreción “proporcional a la indiscreción de los actores” en los peores momentos. Todos ellos intentan terminar escenas clásicas de Sófocles, Molière o Chéjov mientras el salvavidas les ayuda en unas aventuras impregnadas de humor y ternura.
Así, los versos solemnes bajan a la tierra al fundirse con las miserias de la profesión: los egos, la precariedad –materializada en el relato en las joyas que desaparecen del cuerpo de la directora a medida que las facturas van llegando-, las dificultades, la enfermedad. Sin embargo, la acción funciona especialmente bien en los momentos más cómicos – deliciosa expresividad la de Beatriz Brás en la piel de Cristina – y se convierte en algo más repetitiva en los melodramáticos – especialmente en la conversación entre la directora y el médico, que se repliega en sí misma y ofrece la sensación de estancamiento-.
Más allá de apuntar, el retrato que la obra hace de su profesión convierte a Vidal en una especie de ayudante, regidora y colaboradora global. Para los tiempos actuales, hay algo melancólico, en cierto modo utópico, en la idea de una profesional que empieza sin ningún tipo de experiencia, que aprende sobre la marcha a ayudar en lo que se precise y que termina convirtiéndose en un pozo de memoria y experiencia.
Como la apuntadora, la obra oscila constantemente entre la ficción y la realidad o autoficción, con cambios repentinos y saltos hacia delante y atrás. Rodrigues juega a descolocar y a mantener al público activo, intentando encajar todas las piezas. Las citas, que despistan a quien no tiene un mínimo conocimiento de los clásicos, se convierten en un reto para el espectador más experimentado que intenta adivinar a que obra pertenecen. El paso de la ficción a la realidad se sucede en ocasiones de forma prácticamente imperceptible, tan solo apoyado por delicados cambios lumínicos de un espacio escénico semivacío –obra de Thomas Walgrave – y por las actuaciones, muy corales.
Con todo, Sopro es un homenaje del teatro para el teatro, una reivindicación de la escena como suma de humanidades que no elude algunas de sus miserias. Un dulce y emocionante bufido que nos traslada a la parte más terrenal, con sus aciertos, errores y fragilidades dentro y fuera del escenario.