Una gàbia que és una metàfora, una pista de bàsquet que sembla instal·lar-nos en un pati de presó, un ring de boxa, una cel·la mental, l’espai de confrontació entre un pare i un fill, la història d’un parricidi, la duresa d’un barri perifèric que en el bàsic connecta amb la Tebes grega. No és cap revisió contemporània d’un clàssic: n’és l’assimilació real, una obra que omple les paraules de ritme rabiós. Dos registres lingüístics, dues vides, diferents edats: una equació amb moltes incògnites per a un sol complot, el d’aquest autor a cavall de París i Uruguai, conegut al seu país com a actor cinematogràfic.
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Si hace unos días el mismo autor nos tomaba el mito de Narciso para jugar con el espectador en La ira de Narciso, aquí seguimos con los mitos y en este caso es Edipo quien salta a la palestra y nos somete a otro tipo de juego el de adivinar cuáles son los impulsos que llevan a cometer un asesinato, en este caso un parricidio. Volvemos al esquema de un dramaturgo que busca escribir la historia del parricida, una obra que hable de aquello que ni el sumario ni los medios de comunicación hablan. Aquello que sólo puede contar en primera persona el que cometió el crimen.
Una cancha de baloncesto, cuatro cuartos y una prórroga, una jaula física y mental, una continua entrada y salida entre la ficción y la metaficción, teatro dentro de teatro como si fuera una interminable matrioshka. Un puzzle con piezas que no encajan y con tantas aristas que cortarían las sensibilidades más ásperas. El telón invisible vuelve a la infancia, a la homosexualidad, a la vida que decidimos vivir, a la que nos imponen, a la que somos sometidos y de la que decidimos escapar, no siempre de la mejor manera posible.
Con una cambio de reparto con respecto al elenco que se pudo ver en el Pavón Kamikaze, Pablo Gómez-Pando imprime una tranquilidad física que contrasta con el ritmo acelerado de la obra, de las palabras, de las voces y de los actos de su compañero en escena, Pablo Espinosa. Pese a que el tempo, a veces, parezca que se nos escape de las manos y sea el espectador quién tenga que estar a la altura para captar todos los detalles que marcan la obra, el montaje deja un sinfín de metralla que va explotando poco a poco en nuestras cabezas.
Salvando las distancias, la dramaturgia de Tebas Land me acabó llevando a un terreno similar al que me trasladó Port Arthur de Jordi Casanovas, aquel donde dejas de ver el crimen y te centras en la persona que se esconde detrás de él, haciendo reales los motivos y olvidando que el arma va más allá que un simple trozo de metal. Empatizar con el horror, aquel que en diferente grado nos hace seres humanos y no piedras. Aquel para el que ya no sirve ni la violencia.