L’any 1849, el novel·lista nord-americà Nathaniel Hawthorne, conegut per les seves històries gòtiques i d’un romanticisme fosc, publicava una novel·la sobre una dona, Hester Prynne, condemnada a portar brodada a la roba una lletra “A” d’“adúltera” com a càstig per haver-se quedat embarassada de Dimmesdale, el capellà del poble on vivia. Eren temps en què la llei i la religió no eren coses tan diferents. En ple segle XXI, Angélica Liddell ens proposa un muntatge de l’obra en el qual la ideologia pren el paper que abans va tenir la religió i que alguns han vist com una crítica al feminisme. Per a l’autora, però, es tracta més aviat d’un elogi del poder de commoció de l’art que, a més, conté el propòsit de retornar la bellesa al món de l’expressió, una bellesa que ha estat bandejada d’una forma atroç per la política. L’autora considera la ideologia una veritable agressió al món de l’esperit. Ens trobem, en resum, amb un treball que, per sobre de qualsevol debat, és un cant bellíssim a la infinita violència de l’amor i a la necessitat que aquesta violència existeixi.
Dramaturga, directora, actriu, escenògrafa i algunes coses més, Angélica Liddell va prendre el cognom artístic de la nena que va inspirar a Lewis Carroll la seva obra més famosa. En realitat, va néixer sota el nom d’Angélica González a Figueres el 1966 i és una dona de teatre, incòmoda per a alguns, amb una de les trajectòries més decididament internacionals de l’escena espanyola. Fundadora d’Atra Bilis Teatro l’any 1993, les seves obres s’han traduït al francès, el rus, l’anglès, l’alemany, el portuguès o el polonès, entre d’altres llengües, i ha obtingut reconeixements que van des del Premi Nacional de Literatura Dramàtica (2012) a Espanya, fins a un Lleó de Plata de la Biennal de Venècia (2013), passant pel nomenament, el 2017, com a Chevalier de l’Ordre de les Arts i les Lletres que atorga el Ministeri de Cultura de la República Francesa.
¿Te puede gustar un espectáculo con el que no estás de acuerdo? Esa pregunta me acompaña irremediablemente cuando pienso en este montaje. Porque así es como me sentí en el Lliure, pensando que el mensaje de la artista es peligroso. Y sin embargo, disfrutándolo.
Pero empecemos por el principio. Quiero dejar claro que este texto será totalmente subjetivo. Y quiero ser honesta con mi posición: Admitiré pues que esta es la primera vez que veo un montaje de Liddell y que, a pesar de haberla oído mencionar muchas veces en opiniones buenas y malas, nunca he llegado a leer nada suyo. No puedo por tanto comparar el montaje con su trayectoria, sinó que simplemente me puedo limitar a valorar lo que vi hace unos días en el Teatre Lliure.
Aclarado esto, lo primero que tengo que decir es que The Scarlet Letter me parece en su conjunto una propuesta impresionante. Cuidada, bella y conmovedora. Por la forma en que los cuerpos desnudos de los actores forman estilizados cuadros en movimiento. Por el espacio sonoro, envolvente y sofocante. Por el imaginario que propone lleno de elementos extraños y perturbadores, como la representación de la hija de Hester, en lo alto, en forma de cara saliente de una vagina. Por los cambios del espacio, con cortinas e imágenes que bajan del cielo oculto, el peine del escenario, al infierno de la escena, encerrando a la artista y limitando sus movimientos. Por la potencia de los momentos álgidos llenos de locura, en una representación en la que se diluye la línea entre el dolor y el placer. Y por ella, Liddell, como una sacerdotisa del mal que dirige la velada.
Con la A en el pecho, de Adúltera pero también de Angélica o de Artaud, de quien se confiesa enamorada, la Artista se pone en la piel del personaje de la novela y convierte la marca del pecado en su identidad. Y lo hace con una presencia incuestionable, especialmente en sus monólogos. En ellos, usa un vocabulario rico y poético – fascinante el momento en el que critica la supuesta maldad de las mujeres a partir de los 40-, pero también los dota de energía cuando pronuncia, como si vinieran de unas entrañas llenas de odio, rencor u orgullo. La provocación se convierte en bandera en este torbellino de poesía visual y sonora.
Ahora bien, vayamos al mensaje de su contenido, o al menos a uno de ellos: la libertad de quien crea frente a quien se declara ofendido por el arte. Y ahí es donde viene el pero. Porque el arte y las personas que lo crean no son ajenos a la sociedad. Y porque, bajo mi punto de vista, la persona artista tiene un altavoz y por lo tanto una responsabilidad. ¿Significa eso que el arte tiene que mantenerse en los límites de lo aceptado socialmente? Claro que no. Pero si la actividad artística genera un daño hacia alguien en una posición más vulnerable, debe ser revisada. ¿Puede eso generar una ola de censura en la que cualquier persona afirme sentirse ofendida? Puede. Pero eso no significa que todo valga, sino que la revisión, ejercida en forma de crítica justificada, tiene que ser también revisada. ¿Qué eso, llevado a la práctica, es muy complejo? Pues también. Pero no hacerlo sería perpetuar la injusta ley del más fuerte.
En cualquier caso, The Scarlet Letter es un montaje que trasciende las paredes del teatro para quedarse tanto en la retina como en la mente. Porque ocupa las conversaciones y pensamientos posteriores con sus múltiples lecturas y cuestionamientos. Y eso, en sí, ya lo convierte en una experiencia reveladora.