Un món pertorbador on les forces naturals ens condueixen a un destí incert
L’última creació de Peeping Tom reimagina tres de les seves peces en un viatge laberíntic pels passadissos de la memòria (The missing door, The lost room i The hidden floor). Una trilogia en què els personatges intenten, en va, crear una nova versió de la realitat.
La prestigiosa companyia belga Peeping Tom ha revolucionat el llenguatge de la dansa i del teatre amb un estil diferencial i una estètica onírica i cinematogràfica. Un món propi molt característic, fosc i inquietant però que conserva l’espurna del sentit de l’humor.
Con su fascinante y perturbador lenguaje, que aúna danza, teatro, acrobacias, humor negro y surrealismo, la compañía Peeping Tom ha conseguido agotar las localidades de la Sala Gran del TNC durante su estancia más larga -12 días- en la cartelera barcelonesa. Hay que agradecer la valentía de Carme Portaceli, directora artística del TNC, de programar durante casi dos semanas su fantástica trilogía ‘Triptych’, y aún se ha quedado corta. “Si saben que hay tanta gente que quiere verlos y no hay entradas, que pongan más días”, se quejaba un joven que esperaba ansioso alguna anulación.
La trilogía muestra a unos personajes perdidos en su laberinto interior, transitando entre el presente y los recuerdos (o deseos). Memoria y realidad se entrecruzan y confunden, y los creadores, Gabriela Carrizo y Franck Chartier, dejan abiertas las puertas al espectador para que deje volar su propia imaginación mientras se zambulle en una nueva dimensión que conecta, admiten, con el angustiante universo de David Lynch. Los asombrosos bailarines-acróbatas parecen de otro mundo. De entrada, de goma, con sus caídas increíbles y sus frenéticos movimientos y contorsiones. Con los recursos visuales y sonoros –la música es a veces aterradora- construyen una atmósfera de pesadilla, inquietante y tenebrosa, pero también magnética. Los trucos, el humor y el surrealismo que salpican las dos primeras piezas rebajan la tensión: hay objetos que cobran vida, cabezas que emiten graznidos, una cama que engulle a quien se tumba en ella y mágicas apariciones y desapariciones de los personajes. La precisión para encajar todos los elementos es magistral: las perfectas transiciones, la iluminación y unos efectos sonoros que sintonizan con los movimientos de los artistas (como cuando la mujer abre y cierra las puertas alzando su pierna). Habría que ver varias veces la trilogía para captar todos los detalles de este excepcional trabajo.
La pátina cinematográfica presente en las producciones de la compañía belga se acentúa con una escenografía que se presenta como un set de rodaje, con potentes focos, y que los propios artistas junto con los técnicos transforman al final de cada pieza. La primera, ‘The missing door’, empieza y acaba con los cadáveres de una pareja en una estancia de hotel. Hay un hombre (Konan Dayot) inerte y ensangrentado en una silla, mientras un sirviente saca arrastrándolo el cuerpo de la mujer (Lauren Langlois) y a continuación se afana en limpiar la sangre con una bayeta mágica que dispara el humor. El pasado anterior o los recuerdos del hombre, que está atrapado sin poder salir del lugar, nos devuelven a la mujer, con quien establece un juego de amor-odio, de atracción-rechazo; a veces huye atemorizada ante el desconcierto de él. Surgen otros amantes (quizá el detonante de los crímenes) y personajes, y algunos asoman por una ventana cual ‘voyeurs’, como se puede traducir el nombre de la compañía, Peeping Tom, una invitación a ejercer de mirones.
Pasamos continuamente del deleite a la angustia; de la sonrisa al terror; de la sensualidad a la crudeza. Hay pasajes en los que las humillaciones y la violencia hacia los personajes femeninos se entrecruzan con apasionados encuentros amorosos. Así sucede también en ‘The lost room’, que empieza con la misma pareja de la primera pieza en un camarote de barco. La mujer se lía con otro amante y luego este con otra, en un intercambio de parejas que depara momentos muy poéticos y sensuales, como cuando una bailarina se desliza cual patinadora en brazos de un hombre. El llanto de un bebé rompe el romanticismo y la madre lo busca desesperada hasta acabar tirándose por la borda.
La magia y el humor se suceden con puertas que de repente están llenas de ropa o de personajes que asaltan cual zombis a la mujer, con la cama tragona y con una cabeza que grazna. Las fuerzas de la naturaleza van ganando protagonismo. Si en la primera parte asistimos a vientos huracanados que lanzan al suelo a los artistas como sacos de basura, aquí una tormenta de nieve deja congelada a una camarera y vemos una frenética coreografía coral en la que parecen sufrir un ataque de avispas. La pieza acaba con los lamentos de la mujer: “Nunca es suficiente para ti, dime qué tengo que hacer, te he vuelto a decepcionar…”. Entra entonces en escena un hombre mayor cargado de maletas que empieza a llorar desconsolado. El ‘Cry me a river’, que se había escuchado antes, se hace realidad y esas lágrimas se convierten en ríos de agua –hay colgados unos bidones de agua- hasta que se inunda todo el escenario. Toca cambiar de escenografía, enseñan el enorme ‘backstage’ y una de las bailarinas canta mientras el público la escucha clavado en la butaca.
En ‘The hidden floor’, un barco teledirigido cruza el escenario y asoma una espesa bruma. Se avecina el hundimiento, el apocalipsis, con unos personajes a la deriva. Estamos en el bar-restaurante anegado del barco, donde la mujer arrastra a su pareja agonizante tras una sobredosis. Busca una salida descendiendo en un ascensor a otros dos pisos. Es también un descenso a la locura.
La más tétrica y angustiosa de las piezas nos depara la coreografía más impactante y plástica, con los bailarines-acróbatas lanzándose sobre el agua como posesos. Otro elemento, el fuego, acompaña el encuentro sexual de una pareja que acaba carbonizada. Al final, una estampa de estremecedora belleza, a lo ‘Piedad’ de Miguel Ángel y ‘Titanic’: la mujer abrazando el cadáver de su pareja y, como hizo Kate Winslet con Leonardo DiCaprio, dejando que acabe desapareciendo entre el agua y la bruma. Brutal. “Me estaría una hora aplaudiéndolos”, apostilló un joven tras la más larga ovación que una recuerda. Pues eso.