Una noche sin luna

informació obra



Intèrprets:
Juan Diego Botto
Autoria:
Juan Diego Botto
Direcció:
Sergio Peris-Mencheta
Sinopsi:

Amb ironia, emotivitat i sentit de l’humor, Juan Diego Botto, autor i intèrpret de l’obra, deixa entrar dins seu una petita part de l’escriptor Federico García Lorca per explicar-nos aquells aspectes menys coneguts de la seva vida i obra. Des del seu pas per la residència d’estudiants fins a la seva relació amb la premsa, de les crítiques de Yerma a l’experiència a La Barraca: un viatge viu, atrevit i dinàmic que, sense ser arqueològic, es converteix pas a pas en un mirall del nostre món i la nostra realitat. Perquè les vivències de Lorca al segle XXI també són presents en el dia a dia dels nostres temps. Amb aquest espectacle, Botto ha guanyat el Max al millor espectacle del 2021.

Crítica: Una noche sin luna

17/12/2022

Teatro bajo la arena

per Gabriel Sevilla

Una noche sin luna es una función predecible y, a la vez, sorprendente. Predecible como enésima vez que la izquierda cultural española se amarra a Federico García Lorca para atravesar la marejada conservadora, desoyendo los cantos de sirena de la desmemoria histórica, la homofobia o el machismo, enfrentándose a una prefabricada derecha de fusil al hombro, verdades de refranero y asesina de la inteligencia en la impecable figura de Federico. Predecible porque es la misma izquierda que, en 2008, formó el club “de la ceja” para apoyar a José Luis Rodríguez Zapatero, artífice de nuestra primera Ley de Memoria Histórica. Predecible porque son los mismos que, cuatro años antes, habían lanzado un film-manifiesto, ¡Hay motivo!, contra la derecha absoluta de José María Aznar, donde Juan Diego Botto firmaba ya un corto. Y aún más predecible, en el caso de Botto, por su trágica historia familiar como hijo de un desaparecido de la dictadura argentina, Diego Fernando Botto. Que de todo eso haya surgido el teatro memorístico de Una noche sin luna no puede extrañar a nadie. Pero podía hacer temer, incluso al espectador más afín, otra maldita historia de la guerra civil, con su panoplia de lugares comunes. Y la panoplia está ahí. Nadie la oculta en ningún momento. Pero Botto ha sabido sacarle brillo con rigor documental, con una inesperada sociología del público y con las astutas trampas, ideológicas y argumentales, que tiende a la platea, y que le podemos reprochar o consentir, pero no podemos evitar que nos pillen por sorpresa.

Una noche sin luna viene con subtexto: El público, de García Lorca. Concretamente, una frase que el poeta granadino escribió en 1930 y que lo explica todo inquietantemente bien: “Tendré que darme un tiro para inaugurar el verdadero teatro, el teatro bajo la arena […] para que se sepa la verdad de las sepulturas”. Desde estas escalofriantes palabras puede explicarse toda la función. Lorca especulaba, más allá de su muerte, con una dramaturgia que conectaría al espectador con su pasado, sorteando los dramas de "lirios blancos" o de "columna salomónica" que parodiaba su Comedia sin título. Un teatro que regeneraría al país desde la platea, que haría crecer a quienes abucheaban o censuraban obras como Yerma por su ateísmo, por la fortaleza de sus mujeres o por la homosexualidad de su autor. Es a este público al que Botto interpela a través de las conferencias de Lorca, proyectando los apóstrofes del siglo XX en la platea del siglo XXI, narrando y mostrando, como un aedo, sus complicidades y sus disputas con las plateas de izquierdas y de derechas. Esta sociología teatral, maniquea y desternillante, es el gran vicio y la gran virtud de la función. Saca a Lorca del sagrario laico del homenaje. Pero lo expone al trazo grueso de la calle. Fuera de eso, la función transcurre sin sorpresas, con los clásicos dejos sentimentales de la hagiografía lorquiana, no exentos de buenismo y algo de ñoñería, desde un amoroso crepúsculo de postal hasta la militante moraleja del barco de Teseo, que uno puede compartir sin perder por ello conciencia de estar siendo amablemente aleccionado.

Peris-Mencheta pone en escena, literalmente, el teatro bajo la arena. Botto desentierra de las tablas toda la utilería para contar su historia, para hacernos saber la verdad de las sepulturas, gracias a la caja de sorpresas que Curt Allen Wilmer ha diseñado en forma de tarima, que permite transformar el escenario en cuadrilátero, en plaza mayor o en velero. Las luces de Valentín Álvarez también ayudan a contrastar y confundir a Botto con Lorca, el presente con el pasado, y coronan la función con un idílico cielo deslunado pero estrellado. La estrella absoluta, sin embargo, es Botto, un actor inconmensurable que seduce al público entre burlas y veras, saltando ágilmente sobre las tablas, desdoblándose en una hilarante galería de secundarios, recordándonos al galán canallesco que ha sido tantas veces en el cine: el crápula que flirteaba con su propia hermana en Historias del Kronen, el adolescente melancólico que seducía a su madrastra en Martín (Hache), el maquis de sonrisa indestructible en Silencio roto, o Calisto en La Celestina de Gerardo Vera. Treinta años después, Botto mantiene intactas sus dotes de seducción escénica y se hace perdonar, incluso, sus pequeñas fullerías de fondo y forma.

Después de dos años girando, Una noche sin luna ha llegado por fin a Barcelona y al TNC precedida de una vertiginosa hemeroteca, de un Premio Nacional de Teatro y dos Max, con todas las entradas vendidas y un público, como diría Miguel Poveda, enlorquecido. Y es verdad que, hipérbole arriba, hipérbole abajo, la función no defrauda. Pero tan obligado es encarecer sus virtudes como prevenirnos de ellas. Nuestro teatro sigue bajo la arena. Y artistas como Botto ayudan a desenterrarlo cuando pasean a Lorca por la platea, que es donde mejor puede sobrevivir. Pero en ese giro social lorquiano sobra quizá algo de trinchera y faltan algunas aristas. Es lo que hizo Pepe Rubianes en Lorca eran todos (2006), centrada en un atormentado Luis Rosales, el poeta falangista amigo de Lorca que fracasó en el intento de protegerlo y dio rostro humano a la otra España. La obra de Rubianes desató una polémica digna de los años 1930, con cancelación incluida. La obra de Botto, afortunadamente, no. Y nadie duda de qué pie cojeaba Rubianes que, sin embargo, supo retratar el “pulso herido que sonda las cosas del otro lado”, por decirlo en palabras de Lorca. Quizá sea ésa la llaga donde haya que poner el dedo, evitando la equidistancia tanto como la caricatura. Y eso no ha de impedirnos disfrutar de la sonrisa de Botto, que es encantadora. Pero tampoco ha de hacernos olvidar el ceño fruncido de Rubianes.