Belgian rules

Teatre | Nous formats

informació obra



Dramatúrgia:
Miet Martens, Edith Cassiers
Composició musical:
Raymond van het Groenewoud, Andrew Van Ostade
Vestuari:
Kasia Mielczarek, Jonne Sikkema, Les Ateliers du Théâtre de Liège, Catherine Somers
Il·luminació:
Wout Janssens
So:
Howard Heckers
Intèrprets:
Annabelle Chambon, Cédric Charron, Tabitha Cholet, Anny Czupper, Conor Thomas Doherty, Stella Höttler, Ivana Jozic, Gustav Koenigs, Mariateresa Notarangelo, Çigdem Pola, Annabel Reid, Merel Severs, Ursel Tilk, Kasper Vandenberghe, Andrew James Van Ostade
Autoria:
Enrico Casagrande, Daniela Nicolò
Sinopsi:

Parlem de Bèlgica i parlem, també, de teatre. Són dos dels temes que millor coneix Jan Fabre, un artista que s'ha guanyat fama de creador extrem, sempre disposat a tibar la corda al màxim i a plantejar reptes, tant als seus intèrprets com al públic. Ho va fer fa poc amb un muntatge maratonià de 24 hores de durada (Mount Olympus) i ho torna a fer ara en una nova mostra del seu talent servida en escena per una quinzena d'intèrprets. Ells s'encarreguen de mostrar davant del públic les essències d'un país que és el bressol de la burocràcia europea, que parla tres llengües i que constitueix un estat artificial que el mateix Fabre no dubta a rebatejar com a "Absurdistan". I és que, com a bon belga, Fabre (natural d'Anvers) es riu de si mateix i del seu país, una habilitat tan pròpia d'aquest estat com la cervesa, les fanfàrries, les bandes i agrupacions musicals (majorets incloses), l'afició als coloms, les curses ciclistes o les patates fregides... El belga està orgullós de la seva falta d'orgull, diu Fabre sobre un país de surrealistes (que potser no era belga Magritte?) i que és tan surrealista com subversiu. Ironia i un imaginari visual que no aconsegueix amagar l'artista plàstic que conviu amb el creador escènic són marques de fàbrica d'un espectacle que defensa la pluralitat nacional de Bèlgica i que, més enllà de l'acord o desacord amb les premisses que exposa l'artista, sembla pensat per ser vist en el nostre país i en aquest moment. Un text de Johan de Boose, les cançons de Raymond van het Groenewoud i la música d’Andrew James Van Ostade acompanyaran el públic durant les gairebé quatre hores d'una representació que porta a escena ni més ni menys que la identitat belga amb l'ajuda, això sí, d'uns músics i intèrprets de les nacionalitats més diverses.

Finalista a espectacle internacional dels Premis de la Crítica 2018

Crítica: Belgian rules

25/07/2018

Alors on danse

per Alba Cuenca Sánchez

Hace unos días, el Teatre Lliure anunció que en junio de 2019 llegará a Barcelona y por tercera vez en España Mount Olympus, el famoso espectáculo de 24 horas dirigido por Jan Fabre. A casi un año vista, el evento agotó entradas en unas pocas horas. Y es que sus montajes tienen fama de ser experiencias inolvidables, por su gran impacto y la polémica que generan. Mientras esperamos la cita, el Grec nos dio la oportunidad de irnos entrenando en su estilo con Belgian rules, belgium rules, un montaje también grande en forma y en duración: Casi cuatro horas sin entreacto.

Se trata de una sátira de la patria belga, con sus pros pero sobretodo con sus contras. Las palomas como símbolo de amor-odio nacional, el erizo como metáfora del carácter reservado de sus habitantes; las normas absurdas que rigen el país y la cerveza, mucha cerveza. Todo ello y muchos más referentes son ampliamente ridiculizados a través de la ironía y la repetición. Se mencionan costumbres locales como las Fermettes – imitaciones de granjas tradicionales hechas con materiales nuevos y en entornos no rurales-, las coloridas comparsas del carnaval y las tradiciones festivas, pero también la prostitución escondida y la importante fuerza del negocio armamentístico – pese a que el país se vanaglorie de no participar directamente en conflictos bélicos-. Además, también hay tiempo para los referentes artísticos que forman el orgullo de la patria: Desde los pintores del siglo XV como Jan van Eyck hasta el surrealismo de Magritte.

Técnicamente, Fabre cuenta con un gran montaje. Y no por grandes infraestructuras, sino por muchos elementos sencillos que, todo juntos, compenetrados y en cantidades abundantes, crean una experiencia visual y plástica muy potente: ventiladores, humo, confeti, maquillaje y decenas de máscaras y vestidos extremos, desfasados, paródicos. Sobre el escenario, quince actores en un alarde impresionante de energía y buena forma física, que bailan, corren y saltan sin bajar el ritmo. La música, a momentos festiva y en otros más calmada, está compuesta expresamente por Raymond van het Groenewoud y el también actor Andrew Van Ostade, aunque cuenta con ritmos externos –a la obra, no a la patria- como el ya mítico Alors on danse de Stromae.

Ahora bien, si analizamos el mensaje nos damos cuenta de que lo que dice en cuatro horas lo podría decir en dos. El despliegue, aunque estéticamente impactante, se hace excesivo, barroco, con una búsqueda de la provocación por provocación en muchas de las partes. No se necesita semejante maratón de espectáculo para decir que el primer mundo (habla y ejemplifica Bélgica, pero en el fondo podría referirse a cualquier otro país afortunado) es hipócrita, egoísta y contradictorio. Sobre todo porque, pese a que como experiencia de gran formato es una obra que vale la pena vivir, está lejos de provocar algo más profundo. Nos reímos de las costumbres ridiculizadas, pero estas aparecen tan estiradas que resultan lejanas, y por tanto no nos interpelan ni nos incomodan. Mejor pasarlo bien: para olvidar los problemas, mejor bailar.