Angélica Liddell puja sempre a l’escenari per cridar la seva llibertat absoluta com a creadora i persona. Ho fa sense concessions, sense pactes. Fa de la transgressió i la incomoditat un manifest artístic que genera reaccions igual d’extremes. També, el seu últim projecte sobre la caritat i la pietat (que estrena al Temporada Alta) és una invitació al públic a mesurar la seva capacitat de compassió. L’art es mereix la mateixa compassió que un homicida. Potser més. Liddell demana situar l’art sobre la llei. Vol una estima sense límits. Vol la compassió absoluta.
Aunque no se trata de una misa, arranca con una cita de los Evangelios. La idolatrada y polémica Angélica Liddell plantea sus creaciones como rituales de la libertad artística donde las llamadas a lo sublime se mezclan de forma incestuosa con lo grotesco. Este pasado fin de semana, estrenó en el Festival Temporada Alta su nueva pieza 'Caridad', título y concepto que retuerce de forma obsesiva hasta destilar una especie de panegírico sobre la inmoralidad, sobre la similitud entre el asesino y el artista.
Como en su última pieza, 'Terebrante', los cuadros performativos propuestos encierran cierta complejidad y algunos un hermetismo sin concesiones. Como en la escena del principio en que la propia Liddell amamanta a un anciano entre un charco de leche, referencia a la 'Caritas romana' que con su acto de piedad conmueve a los jueces para transgredir la ley.
Es solo un ejemplo de un sinfín de imágenes casi pictóricas que se ordenan a través de nueve capítulos que buscan ser, dice, una aproximación a la pena de muerte. Por eso preside la escena desnuda una enorme guillotina. El horror del asesinato racional estipulado por la ley, método de ejecución que, nos recuerda, estuvo vigente en Francia hasta 1977. Se adentra así en un escurridizo terreno de disertación, el derecho al terror del estado en paralelo al libre albedrío del homicida.
Para la Liddell, el escenario es el lugar de la transgresión, y a través de lo inmoral se consigue el disenso que buscan sus piezas, la conmoción. Para generarla emplea toda su barroca artillería discursiva, 22 artistas en escena que incluyen un coro de laringectomizados, niños como símbolo habitual de la pureza, campeones de esgrima paralímpica, un ciego y trajeados asistentes masculinos que tan pronto se masturban en escena como intentan simular la cópula con la oficiante. De esta, que los fans no esperen uno de sus desgarradores monólogos –una lástima porque suelen aterrizar la dispersión del discurso–, la Liddell solo se reserva una frase en toda la obra: “¿A cuántos ciudadanos modelo habría que ejecutar para que el mundo fuera más hermoso?”.
El resto del texto lo interpreta en francés Guillaume Costanza, una suerte de enaltecimiento de uno de los mayores asesinos de la historia, Gilles de Rais. Aparece entre escritos de Georges Bataille y citas proyectadas de Georges Steiner y Michel Foucault, teóricos que dan la capa intelectual. Al final, el espectador deberá decidir si la poesía escénica y la libertad del creador están por encima de las leyes del estado.