Angélica Liddell puja sempre a l’escenari per cridar la seva llibertat absoluta com a creadora i persona. Ho fa sense concessions, sense pactes. Fa de la transgressió i la incomoditat un manifest artístic que genera reaccions igual d’extremes. També, el seu últim projecte sobre la caritat i la pietat (que estrena al Temporada Alta) és una invitació al públic a mesurar la seva capacitat de compassió. L’art es mereix la mateixa compassió que un homicida. Potser més. Liddell demana situar l’art sobre la llei. Vol una estima sense límits. Vol la compassió absoluta.
Cuando parecía que Angélica Liddell había sido apresada por silogismos contemporáneos (el secuestro reaccionario que parece ser el destino del artista ácrata), va y planta una roja guillotina en el escenario. Quizá el artilugio que mejor plasma el fin de una mirada sobre el mundo. El nuevo orden revolucionario humaniza la pena de muerte. El sufrimiento de la carne se minimiza mientras se multiplica la fábrica del terror. Caridad (una de las tres virtudes teologales) es el título de un proyecto que eleva de nuevo a Liddell por encima de la contra-moral de trinchera. Sin abandonar su mitología del sacrificio, conmociona con su espectáculo más teatral, más pictórico-simbólico; el que más se alimenta de palabras y pensamientos ajenos y afines, como los de Georges Bataille.
El controvertido autor francés, adalid del mal como máximo gesto de humanidad, nutre el espacio dramático de aforismos que podrían leerse como el reverso dogmático de Tolstoi. Y también con un estremecedor monólogo: su prólogo de El juicio de Gilles de Rais (1959). Libro que recoge con minuciosa atrocidad la anhelada confesión que condenó al lugarteniente de Juana de Arco a la hoguera por la violación, tortura y muerte de 150 jóvenes e infantes. El horror que comparte el actor Guillaume Costanza con la presencia de un mártir pasoliniano. Un intérprete que galvaniza con sólo repetir “si” como un mantra de deseo y sumisión ante una Liddell lisiada y extasiada.
Un espectáculo de añoranza aristocrática. En parte por la fantasía de la impunidad de los actos, que Liddell también representa con el frenesí orgiástico de las jaurías neoliberales, como una escena de El lobo de Wall Street. Nostalgia por el libertinaje ancien régime, en línea con la prédica de Albert Serra. Radical posición antiburguesa y sus pulsiones puritanas en relación con el arte y el artista. Pero ante todo es una propuesta artística que por primera vez parece relacionarse íntimamente con otras estéticas hermanas. Romeo Castellucci es difícil de obviar cuando aparece la gran pinacoteca, como la Caritas romana de Crayer, abunda el dorado simbolismo barroco y conviven en el escenario cuerpos viejos y jóvenes como alegorías carnales de un turbador mensaje de perdón: la inocencia ante la monstruosidad, como ocurría en Purgatorio.
Aunque la imperfección física ocupa de nuevo un espacio importante (un duelo de esgrima paraolímpica y un mínimo coro de hombres con laringectomía), es quizá la obra menos visceral-medieval de Liddell. Un discurso sin rabia, delegado en los otros, filtrado por una intelectualidad decadente y confiado a los instrumentos de la tradición teatral, como la intervención protagonista de un actor que ejerce de actor.