Nova proposta de la companyia gallega Chévere (N.E.V.E.R.M.O.R.E.), un true crime escènic sobre un accident de fa gairebé 100 anys que és també una exploració autoirònica del teatre document i una al·legoria de la construcció de l'estat nació espanyol.
El 26 de maig de 1927, l'enginyer de camins José Fernández-España y Vigil va morir quan es va estimbar en cotxe per un barranc d’A Bouciña Redonda, al municipi de Rios (Ourense), mentre treballava en l'estudi del traçat de la variant Sud del ferrocarril Puebla de Sanabria-Ourense. La versió oficial diu que va ser un accident causat per la mala visibilitat nocturna i la poca habilitat del conductor. El cert és que, després, es va descartar l'opció Sud i la construcció de la línia del ferrocarril es va fer pel Massís Central d'Ourense, amb un cost enorme tant econòmic com de vides humanes. Per què es va triar la ruta més cara i més difícil de totes les línies espanyoles? Per què es va deixar sense connectar per sempre la part habitada, productiva i fronterera d'aquest territori?
Per respondre aquestes preguntes, la companyia Chévere adapta a l’escena el format documental sobre crims reals i presenta les versions de la història passades de pares a fills en un plató en directe. Una al·legoria de la construcció de l’estat nació espanyol, com si fos la promesa d'un tren que no va arribar mai.
Hay historias que nacen de una palabra. Un doble sentido que articula una trama que explica todo un país y una época. Lo hizo Oscar Wilde con el anfibológico earnest, de tan mala traducción al castellano, para burlarse de la Inglaterra victoriana a través de un nombre de pila que se confundía con un adjetivo biempensante que enamoraba a las jóvenes de clase alta. Y lo ha hecho Xron (Xesús Ron), dramaturgo de Chévere, nada menos que con España, identificando la muerte del ingeniero José Fernández-España y Vigil con la del país que le dio su apellido. Según Chévere, la noche de 1927 en que se mató el ingeniero España en una tortuosa curva de una carretera comarcal gallega, habría empezado a matarse la articulación territorial del Estado español. Al morir el ingeniero, responsable del trazado ferroviario entre Zamora y Orense, los caciques locales habrían desviado el tren de las regiones habitadas, como Verín, hasta una delirante serranía desierta que disparaba los costes económicos y humanos de la obra, pero que preservaba sus señoriales hectáreas de latifundio. Todo lo cual se quedaría en una triste corruptela local si no fuera porque el malogrado ingeniero se apellidaba como el país que adoptó este modus operandi, despeñando por una curva su integridad política, económica y territorial. Un mártir con otro nombre no habría valido para la causa. Tenía que ser un epónimo. De ahí la importancia de llamarse España.
El guion de Curva España es complejo. A golpe de vista, hay teatro político en el sentido clásico piscatoriano: la conexión del pasado con la rabiosa actualidad, tomando partido y empleando el archivo para sacudir a la platea. Pero es un teatro político que se ríe de sí mismo, un documento que coquetea con el falso documento, que reflexiona sobre los límites entre historia y leyenda hasta coronar una vieja y sabia conclusión: que las pequeñas mentiras sirven para contar grandes verdades. A eso se añade un tercer nivel de lectura: la autoficción. Chévere habla de sí mismo durante la preparación de la obra, se autoretrata en la hemeroteca y en las redes sociales, en su lucha por evitar el cierre de la Sala Nasa, en Santiago de Compostela, o en los interrogatorios donde Curva España sería juzgada como delito de odio a la patria por la Ley Mordaza del Partido Popular. En un cuarto nivel estaría el thriller, la explotación de la fantasía popular de Verín sobre la muerte del ingeniero España como un trepidante neo-noir rural, alimentado y desmentido por las gentes del pueblo y por el sabio local, Eloy Luis André, el brillante y humilde intelectual gallego, más unamuniano que orteguiano, sepultado por la larga noche del centralismo cultural. Pero este teatro político, documental, falso documental, autoficticio y detectivesco, en verdad, se repliega siempre sobre España y su doble sentido nacional y personal, recordándonos que la obra no es más que una broma infinita que hilvana toda la dramaturgia.
La puesta en escena es de orfebrería. Chévere combina el teatro puro, con dos intérpretes y cuatro enseres, con los vídeos en directo y en diferido que emulan y parodian desde una rueda de prensa de la guardia civil hasta un interrogatorio de la policía judicial, pasando por las declaraciones de los vecinos de Verín o el capítulo apócrifo de A fondo, el mítico programa de Joaquín Soler en Televisión Española, donde se imagina una entrevista a Victoria Armesto, hija del ingeniero España. Ninguna de las pantallas de Chévere es gratuita. La tecnología les sirve para aportar datos esenciales, para ampliar la vis cómica de una mueca o para ilustrar un minucioso teatro de objetos, revitalizando constantemente las texturas escénicas. Y por ahí circulan, con encantadora normalidad, Patricia de Lorenzo y Miguel de Lira, haciendo de sí mismos o de personajes populares varios, oscilando entre la credibilidad del costumbrismo y una escéptica socarronería que se gana al público desde el primer chascarrillo.
A estas alturas, Chévere no es ningún descubrimiento. Su agitación escénica, Premio Nacional de Teatro en 2014, cumple treinta y cinco años este 2022. Y su mezcla de ironía y documento se ha prodigado en obras tan aplaudidas como Citizen (2011), sobre el auge de Amancio Ortega e Inditex; Eroski Paraíso (2016), en torno al desencanto de la sociedad de consumo; o N.E.V.E.R.M.O.R.E. (2021), sobre la catástrofe del Prestige. Que la compañía gallega vuelva a Barcelona y al Lliure, aunque sea con una Curva España que se estrenó hace tres años, no es sólo una buena noticia, sino una esperanzadora señal de que este país, teatralmente hablando, no se ha despeñado por la curva de la desconexión territorial. Y es evidente que el teatro político gallego guarda poderosas afinidades con el catalán, sobre todo en lo que se refiere a la visión del Estado. No por casualidad, el dramaturgo barcelonés Joan Yago estrenó este mismo año una Breve historia del ferrocarril español, que andaba por fueros muy cheverianos. La hemeroteca, además, alimenta el relato de nuestro caciquismo ferroviario, que ha llegado a países tan lejanos como Arabia Saudí, donde el rey emérito español fue investigado por presuntas comisiones en la concesión del AVE. La historia se repite peligrosamente. Frente al vértigo de tanta curva, uno puede cerrar los ojos y resignarse al fatídico “España y yo somos así” de Eduardo Marquina. O puede agitarse teatralmente y preguntar, parafraseando al Nobel peruano, ¿en qué momento se jodió España? Chévere tiene una respuesta que vale la pena escuchar.