Creadora d’uns espectacles que no ofereixen concessions al públic, l’artista porta a escena el sepeli del conegut cineasta.
Encara no fa un any, la creadora de Figueres fascinava el públic del Temporada Alta convidant-lo a celebrar el seu propi funeral, una cerimònia feta d’imatges poètiques que es titulava Vudú (3318) Blixen i que ja contenia referències al cineasta Ingmar Bergman. Va ser el primer d’un seguit de funerals escènics que s’aproximen a la idea de la mort des del moment en què se’n comença a presagiar l’arribada. Si Vudú era un viatge al funeral de la pròpia artista, a Dämon confirma els dimonis que l’envolten sota la influència d’Ingmar Bergman. La trilogia acabarà amb Eón, o la lluita de Liddell “per desaparèixer totalment de l’escenari”, com anuncia ella mateixa.
A Dämon assistirem al funeral que Bergman va dissenyar per a si mateix, encara que també veurem referències a les creacions preferides de l’autor, com Un somni de Strindberg, una de les obres que Bergman va posar repetidament en escena. A Dämon, la porten de nou a escena els mateixos actors i actrius que després recrearan el funeral de Bergman, uns intèrprets procedents del Dramaten, el principal teatre de Suècia, on el dramaturg i cineasta es va formar, on va treballar molts anys i des d’on va transformar l’escena del seu país. Dimonis, somnis i fantasmes, en una creació en la qual veiem un Bergman que aspira, en els seus últims dies, a una mort dolça, que segueix en directe per televisió el funeral del papa Joan Pau II i que encarrega una caixa de fusta exactament igual a la que es va utilitzar per al Sant Pare per al seu propi enterrament. El de Joan Pau II va ser un funeral multitudinari retransmès per tot el món. Del de Bergman poc se’n sap, encara que ara arriba a escena tal com ell mateix el va dissenyar, incloent-hi els himnes que s’hi haurien cantat i les interpretacions musicals que hi haurien sonat.
Angélica Liddell és de les creadores escèniques més vistes i aplaudides, posseïdora d’una extensa trajectòria internacional que va tenir un moment d’inflexió quan, l’any 2010, es va veure amb gran èxit a Avinyó La casa de la fuerza. Era un muntatge de gran impacte, com bona part dels d’una autora que no fa concessions, que porta al límit els seus raonaments. Guanyadora de premis de tant prestigi com el Lleó de Plata de la Biennal de Venècia, va passar molt de temps absent dels escenaris barcelonins, fins que, el 2020, el Grec Festival de Barcelona va programar La letra escarlata i, l’any 2021, Liebestod.
Francia fue el exilio de muchos artistas españoles que, bajo la dictadura, sufrieron persecución política. Llegada la democracia, sin embargo, siguió siendo refugio para los que “sólo” padecían indiferencia cultural. Y así surgió una nueva hornada de artistas españoles afrancesados a la que se apuntó, entre otros, Angélica Liddell. Fue en 2010 cuando, a punto de tirar la toalla en España, se vio catapultada por el doble éxito de La casa de la fuerza y El año de Ricardo en el Festival de Aviñón, que desde entonces no ha dejado de programarla. Por eso no es extraño que sus estrenos absolutos se hagan en la Meca de las artes escénicas contemporáneas. Liddell le debe a la V República su supervivencia artística, que es como decir su supervivencia a secas. Este año, además, debutaba en la Corte de Honor del Palacio de los Papas, el escenario aviñonense más prestigioso, en una edición dedicada al teatro en español. Si 2010 fue el Aviñón de su resurrección, 2024 es el Aviñón de su consagración.
Un Bergman site-specific, day-specific
La francodependencia de Liddell, sin embargo, se ha tornado en un peligroso aviñonamiento. En DÄMON. El funeral del Bergman llega a tales cotas que la obra se explica mejor por las circunstancias de su estreno que por su título. Liddell habla de Ingmar Bergman, cierto. Pero se limita a surfear un anecdotario de vida, obra y exequias. Apenas da a entender lo que el autor sueco tuviera de daimon para ella, de alma muerta que inspira una obra o guía una vida, más allá de cuatro brochazos hagiográficos. Y uno tiene la impresión de que Liddell ha instrumentalizado a Bergman para continuar su monodiálogo con el público francés. Especialmente, con el aviñonense. Y muy especialmente, con esos aviñonenses que copan sus estrenos: los críticos. DÄMON está clamorosamente diseñada para ese lugar, ese momento y ese microclima. Es un Bergman site-specific y day-specific. Una vez aceptado eso, se entiende todo mucho mejor.
Crítica de la crítica… francesa
Liddell empieza citando el cuaderno de trabajo de Bergman, donde el cineasta y director de escena hablaba de bajar a platea y responder a las malas reseñas con un puñetazo. Algo que, por lo visto, llegó a poner en práctica. De esa amenaza surge la jocosa polémica de DÄMON, pero también los fuegos fatuos que hacen tambalear el espectáculo. Porque Liddell compone, amparándose en Bergman, su propio pliego de cargos, leyendo en voz alta reseñas negativas de sus obras en Le Figaro, Le Monde o Libération para increpar, con nombres y apellidos, a quienes osaron despreciar su trabajo. Y hay que decir que lo hace con mucha gracia. Pero Bergman y su cuaderno acaban pareciendo una excusa para volver sobre sus jeremiadas de siempre, que empiezan a acusar un cierto cansancio creativo.
Despachados los franceses, Liddell se vuelve hacia los críticos españoles para alcanzar su máximo desprecio: la indiferencia. Sólo Francia, nos dice, merece la inmolación de una artista. Petulancias aparte, la crítica de nuestro país suele tratarla tan bien que difícilmente podría alimentar un capítulo de agravios. En Francia, en cambio, mientras la odian por escrito, sufragan su existencia. Y ahí está la diferencia. Liddell dedica su odio a quienes aún le permiten esperar algo. Y si para eso ha de recurrir a viejos tópicos afrancesados, lo hace sin empacho. Lo que no deja de tener su ironía, porque es la prensa con circunflejos la que peor ha leído su obra, llevándola a los tribunales y expurgándola por un chiste de patio de escuela: llamar “cabrón” a un tal Stéphane Capron, que escribe en Sceneweb. Una estrechez de miras que aquí recuerda más a la censura franquista que a la Ilustración o la enciclopedia.
La trilogía de los funerales
La gran decepción, sin embargo, es la invocación de un Bergman sin Bergman. Liddell recrea perfectamente el funeral del cineasta sueco en la isla de Farö. Hace sonar la Sarabande Opus 5 para cello de Johann Sebastian Bach, que dio título a su último largometraje. Reproduce el ataúd blanco que Bergman hizo fabricar, a imagen del de Juan Pablo II. Caracteriza de pontífice a uno de sus actores, chascarrillo visual que debía de tener más gracia en la sede papal de Aviñón. Tapiza de rojo la Sala Puigserver del Teatre Lliure, emulando la casa de Gritos y susurros (1972). Nos habla de Persona (1966) y de la silenciosa Elizabeth Vögler, amenazando con emularla. Cita La flauta mágica (1975) o La hora del lobo (1968) que, ironía trágica, fue la hora en que murió Bergman. Y un largo y anecdótico etcétera.
DÄMON abunda en el habitual culturalismo de Liddell, reducido aquí a una mínima expresión antológica. No hay duda de que la autora tendrá mucho que decir sobre el cineasta sueco. O sobre El sueño (1901) de August Strindberg, que Bergman dirigió hasta tres veces, y sobre el descenso a la Tierra de su protagonista, la hija del dios hindú Indra, que sentía pena por las personas, frase que Liddell le toma apoteósicamente prestada. Pero, al contrario que otras funciones, DÄMON apenas elabora su intertexto. Y el resultado es un Bergman de efeméride y museo, muy por debajo de las invocaciones de Vudú (3318) Blixen (2023), primera parte de su trilogía de los funerales, donde DÄMON ocupa el segundo lugar, uno diría que en orden pero también en valor. Esperemos que la tercera parte, Eón, previsiblemente para 2025, esté más centrada en el santo laico al que se encomiende.
Pet Shop Boys o la alegría de vivir
La tercera pata del espectáculo, para sorpresa de nadie, es la stand-up tragedy liddelliana de siempre, donde la autora dispara contra todo lo que se mueve (no sólo la crítica) ante el regodeo de un público cómplice. Esta vez nos increpa por no pensar lo bastante en la muerte y en la vejez, que ella vive con más intensidad porque lo hace desde el escenario, porque el teatro es tiempo y el tiempo mata, sentencia. Y vuelve a hablarnos de la muerte de sus padres, como en Una costilla sobre la mesa: madre (2019) y Una costilla sobre la mesa: padre (2019). Pasea a unos ancianos en sillas de ruedas empujadas por hombres trajeados con nariz roja de payaso, ridículos burócratas destructores de vida y de belleza. Desfilan muchachas desnudas restregando su juventud contra la vejez de otros cuerpos. Y arrecia el monólogo del club de la tragedia, la sociología liddelliana de andar por casa, aunque menos inspirada que en Vudú… o en Maldito sea el hombre que confía en el hombre (2011).
Hay un atisbo de esperanza, sin embargo, que la propia Liddell reivindica al final de la función. De la Sarabande o la Tocata y fuga en re menor de Bach llegamos a It’s a Sin de los Pet Shop Boys, que la autora baila entre los aplausos del público, cantando unos versos que parecen reescribir alegremente su tragedia personal: “When I look back upon my life / It’s always with a sense of shame. / I’ve always been the one to blame. / For everything I long to do / No matter when or where or who / Has one thing in common too. / It’s a sin”. Un giro pop y autoindulgente que empezó con la Alegría de vivir de Ray Heredia que cerraba Vudú…, y que ahora se confirma como una suerte de reconciliación existencial. Eso y la cita final de Strindberg, convocando a los “cabrones” a la próxima función, convierte este demediado funeral de Bergman en una fiesta total de Liddell ante sus críticos. Probablemente, de eso se trató desde el principio.
El puto actor, el perro y el poder
Liddell tiene razón en muchos de sus enfados. Es cierto que los grandes teatros públicos de nuestro país la han programado poco durante mucho tiempo. Y que no le han ofrecido las condiciones de trabajo que sí tenía en Francia. Pero el desdén institucional hacia ciertos formatos escénicos no es exclusivamente liddelliano. Por desgracia, lo padecen otros muchos artistas y compañías por estas tierras. No es un problema personal ni de odio, sino estructural, de modelo, político.
En lo político, sin embargo, Liddell siempre ha sido bastante contradictoria, pasando de una posición a la contraria, como reconocía ella misma hace años en Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007): “Puesto que soy un puto actor que hace de perro y no un perro, dependo del poder. Depender del poder me obliga a cuestionar el poder. Esa es mi doble naturaleza. Poseo dos estómagos: uno para el pan y otro para los amos. Combino la sumisión con el orgullo, y siempre corro el riesgo de ser expulsado. También corro el riesgo de ser admitido. Si me expulsan, paso hambre. Si soy admitido, me encuentro expuesto al desprecio, a la humillación y al escarnio. No me fío. No me fío”.
Liddell pronunciaba estas palabras en un Centro Dramático Nacional entonces dirigido por Gerardo Vera, que ella ha rebautizado recientemente como Cementerio Dramático Nacional. Muchos desearíamos que obtuviera una residencia artística allí o en otro teatro público de nuestro país, que le garantizara una madurez artística con más gloria que pena y que nos permitiera verla en temporada. Porque ésa sería la verdadera revuelta, la que crearía nuevos públicos fuera del Scalextric de los festivales. Pero no nos engañemos. Incluso así, el orgullo liddelliano seguiría su curso. El puto actor que hace de perro no dejaría de tener dos estómagos, ni se fiaría de ningún poder, ni pararía de ladrarnos por encima del hombro. Es sólo que unos días estaría más inspirado y otros menos, como ahora. Y en los menos, podría cometer el pecado de reducir la invocación de un clásico a un lugar, un momento y un público concretos, a las “cabronas” circunstancias de una noche de estreno.