Tres dones en escena. Dos miralls que es reflecteixen l'un en l'altre i una mare. Grito pelao és l'oportunitat de veure dos animals escènics en acció. Però no es tracta només de venir a veure ballar una de les grans del flamenc, Rocío Molina, ni d'escoltar una veu capaç d'emocionar els més escèptics, la de la Sílvia Pérez Cruz. Ni tan sols de gaudir de la cohabitació escènica entre dos talents excepcionals. Aquesta vegada, Molina Cruz i Pérez Cruz, lligades per una complicitat atàvica, han decidit desprendre's de les seguretats i endinsar-se en un espai desconegut que les atreu sense remei.
Molina transforma el seu cos i la seva manera de ballar buscant, des de la quietud, una saviesa lligada al seu desig de ser mare, una recerca que uneix la vida i l'art, el ball i la pròpia identitat. I, en aquest viatge, la segueix, generosa, la veu de Pérez Cruz, que interpreta una tria de cançons delicioses, entre les quals dues de lletres lorquianes compostes per a l'ocasió. Juntes respiren fins a l'últim alè l'estructura profunda de la feminitat. No és estrany, doncs, que la bailaora convidi a compartir amb elles l'escena Lola Cruz, la seva mare, aquesta mare a qui es fan retrets i a qui es necessita, aquesta mare que també va ser filla i que, per la seva filla, tot ho donaria.
Rocío Molina y Silvia Pérez Cruz. Dos culturas, la andaluza y la catalana; dos disciplinas, el baile y la voz, y dos estilos muy diferentes. No parece que haya mucho que las una. ¿O sí? Ambas son mujeres y artistas. Y las dos son madres. Silvia tiene una hija de diez años y Rocío está embarazada de 4 meses. Así lo cuentan ellas mismas en este espectáculo de fusión de estilos, una oda a la feminidad y a la maternidad, a la concepción de una nueva vida.
Al movimiento desgarrado de Molina y a la voz hipnótica de Pérez Cruz hay que añadirle momentos de distensión y ternura. En ellos las artistas se desnudan hablando al público, haciéndole partícipe de una velada íntima entre amigos. En eso influye mucho la intervención de Lola Cruz, la madre de Rocío, también bailaora. Las dos cuentan anécdotas. Pero también bailan juntas y separadas, muestran la garra y la guerra, se acercan, se alejan, juegan y en definitiva expresan con sus coreografías la relación universal entre progenitora y sucesora. Rocío baila para Lola, interactúa con ella, la abraza y es abrazada, y ambas crean juegos visuales muy potentes en los que madre e hija se fusionan hasta que sus roles quedan intercambiados.
La función incluye momentos de talento, con la fuerza y la energía de Molina y el sonido inquietante de Pérez Cruz. Hay compenetración, y de hecho funciona muy bien. Pero también mucho trabajo por separado, con momentos en los que una actúa mientras la otra mira. Los equipos acústicos de ambas –la guitarra de Eduardo Trassierra, el compás de José Manuel Ramos “Oruco” y la electrónica de Carlos Gárate, pero también el violín de Carlos Montfort- están presentes en directo y las acompañan en los momentos más fieles a los estilos de cada una. La confluencia podría haberse llevado más al extremo.
La iluminación de Antonio Serrano y las proyecciones de David Benito son sin duda otro gran atractivo del espectáculo. Si cuando hablan vemos un escenario cálido, suave y que propicia la relajación, los momentos explosivos se caracterizan por la intensidad. Rojos, azules, verdes… Colores fuertes, llamativos e impactantes que acompañan muy bien la tensión de las artistas.
Vemos danza y cante, pero también poesía y performance. Sin embargo, las dos horas de espectáculo se hacen excesivas. La pieza adquiriría un mayor ritmo si durara algo menos. La oda a la maternidad, a la cadena de mujeres que menciona Pérez – y de la que curiosamente también se habla en Una gossa en un descampat de Clàudia Cedó-, empieza con una fuerza rotunda, pero acaba perdiendo intensidad hacia un seguido de escenas repetitivas y de menor potencia.