En una habitació d’hotel plena de personatges misteriosos i situacions surreals, el llit King size és el tresor més cobejat. Rere aquesta aparent trama de vodevil, Christoph Marthaler, un dels autors més aclamats de Temporada Alta, desplega una vegada més la poesia escènica que l’ha convertit en llegenda, una amalgama indestriable de paraules, cançons i teatre gestual. I mentre avança la intriga burlesca, els actors salten de Schumann a Wagner passant per The Kinks i els Jackson 5. No ens trobem davant d’un recital líric, ni d’un concert de rock: som davant de l’última reinvenció del teatre musical.
La imaginación es libre: la habitación blanca que aloja al astronauta David Bowman en 2001: una odisea del espacio es sólo una entre infinitas en un hotel situado en la frontera de la eternidad. En otra –pintada de azul– conviven sin saberlo cuatro personajes. Son invitados de Christoph Marthaler, que cantando el mal de la soledad espantan. No todos. Una señora con bolso calla, recita, come o deambula en su propia dimensión, inmune al festival de canciones. Ella –imagen de regia respetabilidad– se muestra imperturbable ante los pequeños detalles que evidencian que esa elegante suite no es un lugar convencional. Los otros tres tampoco se sorprenden ante lo inalcanzable del mini-bar o la ilimitada profundidad de los armarios y el cuarto de baño. Simplemente siguen cantando sin saber muy bien si se encuentran en un programa de música pop o en recital de lieder de Brahms o Schumann. Por si acaso se visten como si estuvieran en una película musical de los años treinta.
El tiempo es un parámetro a tener en cuenta en esta ecléctica velada musical titulada King Size. Otro de esos espectáculos con los que Marthaler se ríe por lo bajo de la alta cultura europea. Aunque el montaje se despierta con una mañanera canción infantil y se acuesta con otra para dar las buenas noches, el ciclo es impreciso. Entre el amanecer y el anochecer las horas no se cuentan. Cuando el reloj ha perdido todo el sentido, la espera se convierte en una condena infernal que ni la música más ligera consigue mitigar. Al contrario, hasta las letras más vulgares destapan un mensaje encriptado de eterna soledad. Esas criaturas que cantan y bailan encadenado temas inconexos, no esbozan ni una ligera sonrisa, aunque se liberen –eso creen– con una coreografía para acompañar un éxito de Michel Polnareff. La melancolía se apodera del ambiente. El desconcierto en un chiste. Posturas imposibles –una mujer transformada en tortuga, con la gran cama como caparazón– para las composiciones más clásicas; posturas impostadas de recital clásico para un tema pop.
El teatro de Marthaler es una cápsula en la que sólo rigen sus reglas espacio-temporales. Lo normal es una apariencia que trastoca a la primera oportunidad. Sus personajes, seres que parecen resignados a experimentar una indefinida desazón. No sufren, pero tampoco gozan. Los deja en un limbo preparado por un creador con un sentido del humor muy particular. Tora Augestad, Bendix Dethleffsen, Michael von der Heide y Nikola Weisse son los extraordinarios protagonistas de la broma. Marthaler es –bueno es saberlo– un coñón a la suiza, un pajarraco solitario y libertario, como sólo vuelan alto en sociedades hiperregladas.