Utilitzat i abandonat. Així se sent el protagonista d'aquest relat, que explica un dia de la seva existència. Ell representa tota una generació en una de les últimes creacions d'una de les autores catalanes amb una trajectòria més sòlida.
En una de les obres més conegudes, Après moi le déluge, retrat personal i insòlit de la relació entre primer i tercer món, la dramaturga Lluïsa Cunillé escindia la veu del narrador, entrant i sortint del personatge. Torna a fer servir la mateixa tècnica en aquest text, una obra recent tan crua com poètica, per retratar una jornada en la vida d'un noi. En aquest monòleg, el jove protagonista ens parla del tracte que rep de l'avi, de la mare, del germà o dels amics, en una gradació que pot anar de la desatenció als abusos. Representa, amb el seu testimoni, tota una generació que se sent perduda i abandonada i que ha trobat un món que no li agrada.
El programa de mano de L’últim día nos recuerda una particularidad de la última obra de Lluïsa Cunillé, utilizado anteriormente en Après moi le déluge: la voz del narrador escindida en dos, saliendo y entrando del personaje. Pasadas las horas, esa escisión sobre el papel se fusiona en el escenario y en el recuerdo en una voz continua. La voz en off de un largo plano secuencia que comienza con el protagonista mirando una imaginaria cámara mientras cuenta sus pulsaciones con dos dedos junto a la tráquea. El inicio de un monólogo interior que acompaña al protagonista a lo largo de una jornada. Un día en la rutina cotidiana de un joven de 25 años que comparte piso con su hermano, sujeto a una situación laboral precaria, anclado emocionalmente en la adolescencia, buen nadador, propietario de una moto y cuidador de un abuelo cada vez más dependiente. Una narración río que fluye sin pausa. Seguramente más una ilusión creada por el director y el actor que por cómo está escrita.
Joyce con un Ulysses de aquí mismo, en las calles anónimas de cualquier barrio de clase media baja de una ciudad reconocible. Un deambular sin rumbo y sin embargo trillado, repetido hasta el hastío. Un dejarse llevar por las pequeñas obligaciones diarias sin el contrapeso de las grandes esperanzas. Quizá la leve ilusión de montar un pequeño restaurante con un colega. Un barrio que se confunde con el polígono, donde el drama es sinónimo de normalidad. Un texto de Cunillé sin grandes misterios y los silencios camuflados en las palabras que nunca concluyen un recuerdo. Quizá esas palabras sin decir son todavía más delatoras que sanadoras. Todo es reconocible, cercano, corriente. Vulgar quizá. Las vivencias de un antihéroe de manual. Alguien que no suele merecerse una historia que contar. Pero Cunillé logra que nos convirtamos en su sombra -como si fuéramos portadores de una steadicam- y vislumbremos un sujeto que, tras un perfil solitario y cerrado, guarda bajo siete llaves una extrema fragilidad emocional, un desperado deseo de cariño y amabilidad. Anhelos pequeños, suaves, casi infantiles. Un Peter Pan a su pesar.
La puesta en escena dirigida por Xavier Albertí -que vuelve, digamos, a casa con un texto de Cunillé- también subraya esta dimensión anti-épica del personaje y su relato. También en una iluminación en extremo austera que huye del efecto. Quizá despiste en medio de tanta coherencia monacal la presencia de un piano de cola (un manejable mignon). Una promesa de dramatismo sin cumplir. Un objeto que se olvida. El guiño final a un subtexto compartido con el “andante sostenuto” de la Sonata D 960 de Schubert es tan interesante como brevísimo e intrascendente.
Tiene mucho más peso y sentido el tono uniforme, casi siempre sosegado, sin grandes inflexiones emocionales que modula la narración que conduce de manera espléndida y sobrecogedora Alejandro Bordanove. Como el gesto, reducido a la mínima expresión, casi nórdico. Una interpretación que a veces es sólo todo ojos, con una mirada que parece querer escapar de su presente; de brazos inertes sólo interrumpida -mejor dicho, distorsionada- por esporádicos movimientos que parecen accionarse desde un cuerpo ajeno. Espasmos calculados y estilizados para visibilizar la violencia ejercida por los otros, el entorno, la vida, sobre este sujeto que vamos conociendo. Bordanove -quizá en su interpretación más destacable- es un ejemplo de control, de extraer el máximo de un texto y una dirección que es una apuesta firme e intencionada por la sordina escénica. Una gran actuación construida sobre la imposibilidad de la fácil exhibición de recursos. Aquí menos es mucho más.