Després de descobrir que el seu marit manté una relació amorosa amb una altra dona més jove, Monique intenta endreçar en un dietari l’evolució dels seus pensaments i percepcions. Fins aleshores, sempre s’havia considerat a si mateixa com a modèlica en la pròpia condició femenina i els seus rols de gènere assumits, però en la nova situació començarà a replantejar-se la majoria dels valors sobre els que havia construït la seva vida íntima i social.A través d’aquesta narració en primera persona publicada l’any 1967, Simone de Beauvoir posava de relleu les nombroses violències de caire estructural que bateguen soterrades sota els miratges de l’ideal de la «feminitat». Més de cinquanta anys després de la seva escriptura, el text encara interpel·la nombroses dinàmiques de la nostra societat.
El fracaso matrimonial es un campo literario fértil. Y la historia del hombre maduro que deja a su esposa por otra más joven se ha elevado ya al altar del tópico entre los tópicos. Sin embargo, es raro que el adulterio esté atravesado por un programa filosófico y político fuerte, y que sea el hijo inconfundible de un momento histórico preciso. Es lo que ocurre en La dona trencada, el relato breve que Simone de Beauvoir publicó en vísperas del mayo francés, dos décadas después de la revolución de El segundo sexo, ya entrada en años, después de despedir literariamente a su madre (Una muerte muy dulce, 1964) y a las puertas de un sosegado ensayo sobre La vejez (1970). La dona trencada es eso: un canto provecto al feminismo de segunda ola, que superó a la generación de sus mayores, que fue más allá del sufragio y la igualdad jurídica para exigir una igualdad de facto: en las tareas domésticas, en los derechos reproductivos y en la independencia financiera. Hoy, en plena cuarta ola, entre feminismos racializados y trans, las reclamaciones de Beauvoir pueden sonar antediluvianas. Algunas de ellas, sin embargo y por desgracia, no lo son. Otras, tal vez sí. Lo que hace de La dona trencada un mar de claroscuros, de vigencias y obsolescencias que nos remiten a la voz a veces sabia, a veces anacrónica, de nuestras abuelas y bisabuelas.
A priori, el relato de Beauvoir es previsible. Monique, un ama de casa madura y acomodada, descubre la infidelidad de su marido, Maurice, con la joven y ambiciosa Noellie. Atada de pies y manos al hombre que la engaña, Monique transige y quita importancia al asunto, se disputa con la amante el tiempo de su marido, regatea vacaciones y fines de semana, dibujando un improbable escenario poliamoroso: la culpabilidad y los celos mezclándose con una falsa relación abierta, donde la esposa abnegada confía en que todo pase como una tormenta de verano. Por un momento, sobrevuela la Beauvoir libertina, desenvuelta entre amigos y amantes. Pero es todo lo contrario. Monique es la mujer casada, pecado burgués que Beauvoir nunca cometió. Y es el ama de casa, acampada en su hogar pero sin una habitación propia. Ésta es la reivindicación de fondo de Beauvoir: la urgencia de una independencia material, que ella conquistó a diferencia de su madre, atada económicamente al hombre que la engañaba, como Monique a Maurice. Para más paralelismos, una de las hijas de Monique, Lucienne, lleva una vida independiente, como Beauvoir, mientras que la otra, Colette, sigue el triste ejemplo de su sumisa madre. Parece que, llegada la vejez, Beauvoir echa la vista atrás y recompone el cuadro familiar, lanzando un clamor woolfiano: hay que tener una habitación en propiedad. Algo que, en la Europa del siglo XXI, entre las clases medias, se acerca más a una conquista que a una asignatura pendiente del feminismo, lo que explica la relativa obsolescencia de La dona trencada.
El montaje de Francesca Piñón se estrenó hace un año en la Sala Tallers del TNC, pero la segunda ola del coronavirus pudo con la segunda ola beauvoiriana y las funciones apenas tuvieron recorrido. Lo recupera ahora la Sala Atrium en su pequeño formato, dominado por un lecho matrimonial que sirve de campo de batalla a Monique y a sus angustiosas consultas con la almohada. El problema es que el texto de Beauvoir sobrenada la obviedad. Resulta sobrio hasta caer en la planicie descriptiva. Y eso impide grandes vuelos interpretativos a Lluïsa Mallol en el personaje de Monique. Una actuación correctísima, la de Mallol, por momentos algo tensa, pero siempre cercenada por los límites dramáticos del libreto. Las proyecciones de Mar Orfila intentan propiciar el clímax que el texto no alcanza, con enfáticos gritos silenciosos, con cuerpos que se retuercen en la sombra y literales rayos de tormenta. Pero, amén de la evidencia de algunas asociaciones, las imágenes sólo subrayan el quiero y no puedo dramático del texto. La dona trencada no es la mejor Beauvoir, por más que se aleje felizmente del panfleto. Es el recuerdo matizado pero mortecino de las mujeres de hace dos o tres generaciones, de nuestras abuelas y bisabuelas, que nos recuerdan cómo se puede ser el ama de la casa sin tener una habitación para una misma.