La nostra ciutat

informació obra



Direcció:
Ferran Utzet
Autoria:
Thornton Wilder
Dramatúrgia:
Llàtzer Garcia
Intèrprets:
Guillem Balart, Jenny Beacraft, Rosa Boladeras , Tai Fati, Oriol Genís, Paula Malia, Biel Montoro, Carles Martínez, Lluís Oliver, Mercè Pons, Rosa Renom, Xavier Ripoll, Isabel Rocatti, Josep Sobrevals, Albert Triola
Escenografia:
Josep Iglesias
Vestuari:
Berta Riera
Il·luminació:
Guillem Gelabert
So:
Guillem Rodríguez
Direcció Musical:
Carles Pedragosa
Assesoria de moviment:
Marta Gorchs
Caracterització:
Anna Madaula
Traducció:
Víctor Muñoz Calafell
Sinopsi:

El director Ferran Utzet porta a escena la mítica Our Town, del dramaturg nord-americà Thornton Wilder, Premi Pulitzer de teatre 1938. Una peça metateatral sobre què significa ser humà.

En un teatre, la regidora presenta al públic la vila rural de Grover’s Corners, a New Hampshire (EUA), i els seus habitants: les famílies Gibbs i Webb, que són veïnes. Especialment l’Emily Webb i el George Gibbs, que aviat s’enamoraran i es casaran. Al llarg de dotze anys se seguiran els canvis en la vida d’aquesta parella: de la mundanitat a la devastació passant pel romanticisme. Un microcosmos del cicle de la vida que és, en paraules del dramaturg Edward Albee, “la millor peça americana que s’hagi escrit mai”.

Crítica: La nostra ciutat

15/10/2023

Desenterrar a Thornton Wilder en catalán

per Gabriel Sevilla

Acabando el primer acto de Our Town, el personaje omnisciente del Regidor confiesa al público la que, probablemente, fuera la gran ambición de Thornton Wilder, no sólo al escribir esta obra, sino otras muchas. En la imaginaria ciudad de Grover’s Corners, en el Estado de New Hampshire, el banco local va a abrir una nueva sucursal y, en una repentina inquietud por la posteridad, pregunta qué deberían poner bajo la primera piedra del nuevo edificio, pensando en lo que aquellos aldeanos de 1901 quisieran decir de sí mismos a los historiadores de aquí a mil años. Sin dudarlo, el Regidor propone enterrar una Biblia, un ejemplar del New York Times, la Constitución de los Estados Unidos, las obras de William Shakespeare y un número del Sentinel, el periódico local. Pero no sólo eso. En los cimientos del banco también deberían poner una copia de Our Town, o sea, de la propia obra representada, que pide metateatralmente su entierro mientras se está representando. Y aquí se entiende la extraña grandeza de la propuesta de Wilder. Si hoy conocemos la vida real de la gente en Grecia y Roma, nos dice el Regidor, gracias a los poemas humorísticos y las comedias, en el futuro conocerán la América rural de la Belle Époque por el rastro que deje su teatro. El Wilder arqueólogo, que estudió de joven en Roma, emerge en el Wilder dramaturgo, que mira a sus compatriotas como un científico social, como si observara una tribu exótica, interponiendo los efectos V de Bertolt Brecht, no para llamar a la revolución, sino para reivindicar una historia privada de la América profunda, un teatro antropológico, una variante piadosa, amablemente irónica y políticamente inofensiva del teatro épico.

Ferran Utzet ha desenterrado este Wilder en Cataluña y en catalán ochenta y cinco años después de su exitoso entierro en Broadway. Increíble pero cierto, el estreno del Lliure es el primer montaje profesional en esta tierra y en esta lengua. Algo incomprensible, siendo uno de los clásicos más populares del teatro americano. De modo que, sólo por lo absolutísimo del estreno, La nostra ciutat de Utzet ya hecho historia. Lo que no ha hecho, o no ha querido hacer, es arqueología en el sentido de Wilder, al adaptar su libreto para acercarlo, se entiende, al público actual. Y este desentierro a medias es uno de los problemas de la función. Quien conozca el texto de Wilder en la magnífica versión catalana de Víctor Muñoz i Calafell en Comanegra, o quien haya visto el teatro filmado de George Schaefer (1977) o de James Naughton (2003), o incluso las libres adaptaciones al cine de Sam Wood (1940) o de Delbert Mann (1955), echará en falta dos cosas en la actualizada dramaturgia de La nostra ciutat de Llàtzer Garcia. Por un lado, algunas de las finas ironías de Wilder contra lo más profundo de la América profunda. Por otro, las abismales brechas de género entre sus personajes, poéticamente ajusticiadas.

Habrá quien extrañe, por ejemplo, las quejas infantiles de Emily Webb cuando su profesora no le pregunta por la Doctrina Monroe, un detalle que podría parecer irrelevante en una conversación escolar. O las burlas del Regidor a los urbanitas de Boston que contratan a genealogistas para granjearse en los cementerios supuestos antepasados del Mayflower o de la Revolución Americana. Esto último, sin embargo, era una pulla de Wilder al patriotismo genetista del ius sanguinis en pleno auge del fascismo (Our Town se estrena en 1938). Y lo primero era una alusión al aislacionismo americano en plena Guerra Civil española y vísperas de la guerra mundial. Y es verdad que a algunos espectadores podría no sonarles la Doctrina Monroe o el Mayflower. Pero uno se pregunta si las omisiones los acercan a La nostra ciutat o los alejan de la antropología teatral de Wilder.

Ocurre algo parecido con los roles de género, benévolamente reescritos en algunas escenas clave. Quizá la más evidente sea la declaración de amor entre la Emily Webb de Paula Malia y el George Gibbs de Guillem Balart, que se reparten equitativamente frases y lágrimas y eluden los sexistas comentarios originales para evitar, se infiere, su contraproducente romantización. El problema es que, en los Estados Unidos de 1904, donde no había sufragio femenino, como nos recuerda el Regidor, y en un ficticio Grover’s Corners donde el 86% es republicano, confesamente inculto y no viaja nunca, la igualdad entre sexos es poco menos que un animal mitológico. Y la desdichada sentimentalización del machismo que describe Wilder forma parte del claroscuro cuadro de época que se quería enterrar para el futuro.

La dirección de Utzet trata de actualizar también el viejo tono del drama, humorizándolo, agilizándolo e incluso histrionizándolo, acercando por momentos los cuadros del teatro épico al sketch de la comedia de situación. Ocurre en las confidencias del George Gibbs de Balart con su suegro, el señor Webb de Carles Martínez, a pocas horas de la boda, cuando una torpe sinceridad masculina que se revolvía delicadamente contra la tradición queda abruptamente interrumpida por chascarrillos y carcajadas. Ocurre también en las exageradas risas de Emily cuando George le declara finalmente su amor. Y es verdad que el diálogo dice “funny” para referirse a la vida. Pero el “funny” de Wilder parecía más próximo a lo “extraño” o “curioso” del primer escarceo para una adolescente que a la hilaridad pura y dura. A eso se añade, también hay que decirlo, un evidente problema de edad con las cabezas de cartel, que hace inverosímiles las ingenuidades adolescentes en dos intérpretes de treinta años. Una lástima, porque es un reparto de lujo de la cabeza a los pies, por los protagonistas y por secundarios como el Howie Newsome de Oriol Genís, la señora Gibbs de Rosa Boladeras, la señora Webb de Mercè Pons y un largo y prestigioso etcétera coronado por ese primus inter pares que es el Regidor de Rosa Renom.

La función remonta, afortunadamente, en sus números musicales, irónicamente desafinados o virtuosamente ejecutados (hermoso solo de Malia), y con el mudo relato del movimiento escénico que dirige Marta Gorchs, con quince milimétricos mutis y entradas y sin utilería. Luce también el vestuario de época de Berta Riera, que parece sacado de las pinturas de James Whistler citadas por el propio Wilder. Y el espacio escénico de Josep Iglesias deslumbra en el tercer acto, cuando el brumoso cementerio de Grover’s Corners confunde su negrura con la de la caja escénica de la Puigserver, justificando de un hermoso golpe de vista este Wilder en esta sala, y aliviando la pesadez visual de los dos primeros actos, donde unas enormes compuertas de madera maciza en el foro parecían brindarnos a medias el espacio vacío de Wilder, ofreciendo por todo horizonte el aparatoso maderamen.

No era fácil, es cierto, desenterrar Our Town después de ochenta y cinco años. Y sin embargo, paradójicamente, podría haberlo sido. Como en la navaja de Ockham, la opción más sencilla, a veces, es la más certera. Y tratándose de la primera versión profesional de Our Town en Cataluña y en catalán, habría tenido quizá más sentido servir un Wilder a secas, sin cortes ni añadidos, con sus propios tempos y tonos, no arredrándose ante la posible inactualidad del clásico. Sobre todo porque Our Town reclama desde sus propias líneas la exhumación arqueológica de su mundo, por otra parte no tan lejano, que conecta la América rural de preguerra mundial con el imaginario del Mayflower en el siglo XVII, de los revolucionarios del siglo XVIII, de los confederados del siglo XIX y de los republicanos del siglo XX. Se repita o rime, el pasado merece conocerse, al menos una vez, en sus profundas irregularidades de origen. Y el teatro público es uno de los últimos reductos que aún pueden zafarnos del miedo cerval de la taquilla a que la obra “aburra” o “no se entienda”. No tengamos reparos en dejar al espectador a solas con la literalidad del clásico. Confiemos un poco más en el público del teatro público.