L’escenari, indret per excel·lència del dispositiu teatral, protagonitza el nou muntatge de La Veronal
Des de la primera imatge mental, la primera projecció d'una idea inspiradora, a la primera vegada que s'aixeca el teló d'un espectacle, hi ha tota una successió d'esdeveniments que comencen a precipitar-se amb la força d'una bola de neu vessant avall. Tot el que passa en aquest interval de temps travessa la vida dels que formen part de tot l'entramat, des del director fins a l'espectador que arriba en l'últim moment.
Tots, en major o menor mesura, posem part de la nostra vida en el que fem i per això hi ha molta veritat dins de la ficció que es mostra damunt de l'escenari.
Opening Night reflecteix la profunda admiració que tinc com a director escènic per la pel·lícula de John Cassavetes, de la qual he pres el títol. Gena Rowlands va dir en una ocasió «Vivíem per al cinema. Van ser anys intensos i apassionants. Els millors de la meva vida.» La meva vida han estat les arts escèniques des que vaig fundar La Veronal ja fa més de 10 anys i he viscut cada experiència i cada projecte des de totes les dimensions que formen el procés. Per això, en aquesta obra basada en la meva pròpia experiència, vull mostrar-li al públic tot el que passa des d'aquesta primera idea inicial en totes les seves dimensions, des de l'immaterial i psicològic fins al que és físic i tangible.
Aquesta obra acaba allà on han començat totes les altres, quan el silenci s'apodera de la sala i es conté la respiració perquè el teló està a punt d’aixecar-se.
Hay noches de teatro que quedan grabadas porque se llenan de sentido y placer. El estreno de un espectáculo que por si solo justifica la necesidad de un teatro público. También en su ambición artística. Obras que dejan entrever con un brillante estallido de talento y sensibilidad el gran potencial de nuestros creadores, su originalidad y proyección internacional entre pares. Todo eso -y más- es lo que sugiere Opening Night, la última y espléndida pieza de La Veronal, debut de la compañía en el TNC.
Prueba clara de lo extraordinario de este homenaje de Marcos Morau a las entrañas, capítulos y fantasmas del teatro es cómo el siempre difícil escenario de la Sala Gran parece haber esperado hasta ahora para mostrarse en su inmenso esplendor. Y lo hace desde la fría mecánica del escenario. El milagro de transformar barras técnicas en escultura cinética. Max Glaenzel -conocedor a fondo de este endiablado espacio- ha creado una escenografía que hace de una sala de turbinas una virtuosa caja de resonancia del universo onírico de Morau. No hay un centímetro de vacío sin significado en cada una de sus tres dimensiones. Vacío en el cual Bernat Jansà ha escrito líneas de luz y penumbra.
Como elemento principal una pared de servicios que funciona como ese objeto opaco que separa el mundo casi real (el backstage) del irreal, el escenario abierto al público. El vientre obligado a la oscuridad, con seres silenciosos vestidos de negro para hacerse invisibles, de movimientos precisos y ensayados que hacen funcionar la ficción al otro lado del muro. Una pared móvil. Y con el cambio de relación entre el delante y detrás se abren nuevos espacios (sala de ensayo, panteón de artistas pasados) para que los seres imaginados por Morau (idealizaciones de tramoyistas, bailarines, regidores, apuntadores, primeras actrices) se apropien del lugar con sus movimientos alienados, entre mecánicos e invertebrados. Coreografía compleja, especialmente en los intrincados pasos a dos, que asimila las sombras como un valor añadido de misterio. Intérpretes que son apariciones de su mente poética y evocadora. Exquisitos mediadores entre él y sus tributos a Pina Bausch y su Café Müller; Carles Santos y su piano fetiche, Sasha Waltz y su violenta negación de la gravedad, Ricardo III y su joroba, o el caos físico del vodevil dignificado por los maestros del cine mudo.
Función con una profunda huella literaria desde que la diva (Mònica Almirall en una versión enlutada de Tilda Swinton en La voix humaine) declama su amor al teatro y su incapacidad de sobrevivir fuera de este refugio de irrealidad. Ser conscientemente confinado entre focos, telones y trampillas. Tótem adorado y sacerdotisa de un culto dionisiaco que ha hecho de las tinieblas -como Euridice- su habitación propia. La ensoñación construida que necesitaba el espectador para acunarse en el olvido de todo lo que pasa fuera.