Els esforços de la humanitat durant els últims anys han aconseguit portar-nos fins aquell lloc que coneixem amb el nom de “progrés”. És un planeta al qual podríem batejar amb el nom de Pasionaria, un espai on viuen éssers humans iguals a nosaltres, o gairebé. Han estat dissenyats per imitar-nos, només que han perdut la capacitat d’apassionar-se, perquè són artefactes tecnològics que formen un paisatge artificial, net i asèptic, però absolutament mancat... d’humanitat.
És com, veient el present i mirant cap a on anem, han imaginat el futur els integrants de La Veronal, un futur en el qual ni tan sols aspirem a adonar-nos que som vius. Hem renunciat al dolor i a la passió i ja no hi ha res que ens diferenciï dels robots o de les estàtues. De debò que encara som vius?
Una mirada crítica al món que vindrà en el qual l’individualisme i la covardia moral són valors a l’alça. És aquest, el futur que volem? Ens convida a pensar-hi una formació creada el 2005 per Marcos Morau i que és una de les joves companyies que en els últims anys han assolit més projecció nacional i internacional. Entre les seves darreres creacions, hi ha espectacles com Manolita Chen (vist al Beijing Dance Theatre), Tundra o Rothko Chapel.
Finalista a espectacle de dansa dels Premis de la Crítica 2018
Se abre el telón (¡viva los teatros que aún lo utilizan!). Un marco iluminado y estridente encuadra la escena. Una escenografía majestuosa firmada por Max Glaenzel nos muestra una escalinata y una especie de vestíbulo. Todo en penumbra, envuelto en grises y niebla. Al fondo, una ventana por la que se irán proyectando imágenes del cielo y del espacio, obras de Joan Rodon y Esterina Zarrillo. Progresivamente van llegando ellos, los miembros de la Veronal, vestidos con estética de los 50. Bailan, o más bien se mueven, como seres inexpresivos, como cuerpos sin alma. Son miembros de un planeta lejano, parecido al humano, pero en el que sus habitantes son incapaces de sentir emociones.
Como si de un capítulo de Black Mirror se tratara, Pasionaria nos plantea una realidad extraña e inquietante. Un mundo en el que personajes anónimos actúan de un modo frío, mecánico y centrado en el individualismo, sin empatía ni ilusión por nada. Ni siquiera los inmensos pasajes musicales crean algún efecto en las miradas ausentes de los bailarines. Música clásica, pero también momentos más contemporáneos, épicos e intrigantes. Juan Cristóbal Saavedra firma un sonido envolvente, perturbador y a alto volumen.
Marcos Morau traslada la idea distópica la danza a través de movimientos convulsos e indecisos. Los intérpretes son aquí muñecos robóticos, marionetas manipuladas y sin voluntad. Vemos solos, dúos y coreografías grupales precisas, pero todo desde la aparente falta de conexión entre los intérpretes, que ni se miran, ni se sienten, ni se inmutan por ninguno de los estímulos que se suceden. Quizás podemos distinguir una protagonista, interpretada por Sau Ching Wong, que en algunos momentos recupera la dimensión humana. Baila, pero de una forma más orgánica y abierta, reaccionando a lo que ocurre a su alrededor. Ella se moviliza, clama por la salvación e intenta contactar sin éxito con sus coetáneos hasta ser devorada por su impertérrita expresión.
Hay algo hipnótico en los estímulos extraños que nos plantea. No entendemos lo que ocurre, pero nos mantenemos fascinados por las imágenes, por el sonido, por los movimientos repetitivos y la carencia emotiva. Acciones sin reacciones, en un mundo hermético y singular que amenaza con atraparnos durante la función, pero también fuera de ella.