Un joc perillós de poder i dominació
L’obra de Martin Crimp, inspirada en la novel·la Pamela de Samuel Richardson, planteja la relació de sis personatges de diversos estatus socials i edats, que representen un joc perillós de poder i dominació. Aquesta obra irromp en el debat contemporani per tal d’explorar la naturalesa desordenada, i sovint violenta, del desig, la naturalesa performativa dels rols masculins i femenins, la fluïdesa del gènere, les possibles contradiccions entre la ideologia feminista i l’atracció sexual o la mediatització del desig a través del poder econòmic.
En el cajón de sastre del teatro posdramático, el compartimento más aseado son los clásicos “desdramatizados”. Grandes historias reducidas a un concepto, una glosa o su propia autocrítica, el monumento deconstruido, el drama liofilizado. El ejemplo más famoso es el Máquinahamlet (1977) de Heiner Müller, que convirtió “el” Shakespeare por excelencia en un comentario lúgubre sobre sí mismo y sobre finales del siglo XX, sobre la degeneración del comunismo en la RDA y el triunfo del capitalismo americano. Por aquel entonces tenía sentido. Los intelectuales de izquierdas abrazaban la posmodernidad y la muerte de los grandes relatos. Los de derechas celebraban el fin de la historia e incluso el fin de la filosofía y del arte, relegando la cultura a un triste museo donde añorar el pasado. Hoy suena bastante exagerado, pero entonces era novedoso y, en verdad, bastante honesto admitir que había que repensarlo todo de arriba abajo. En el teatro, la fórmula posclásica funcionó tan bien que Müller repitió con Quartett (1981), una reescritura de Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, donde Valmont y Merteuil intercambiaban ropas y roles de género, redoblaban sus parafilias y nos recordaban, una vez más, que ninguna revolución había funcionado y que seguíamos siendo tan perversos y clasistas como siempre. Luego cayó el Muro, empezó oficialmente el siglo XXI y un profesor alemán decidió que podíamos llamar “posdramático” al teatro de Müller (y otros tantos), haciendo fortuna con la ambigua moda del “post” y dejando una enorme pregunta a los autores y al público. ¿Puede haber algo después de lo post? ¿O hemos de anunciar indefinidamente que ha llegado el final? ¿Cuántas veces podemos reescribir los clásicos para destilar las mismas críticas sobre el presente?
En 2019, Martin Crimp estrenaba en Londres un posdrama sobre Pamela o la virtud recompensada, una novela de Samuel Richardson coetánea de la de Choderlos de Laclos. El déjà vu era inevitable. La obra de Richardson cuenta los abusos de un aristócrata del siglo XVIII sobre su sirvienta, Pamela, de quince años, que se resiste lo bastante para convertir el estupro en matrimonio, la supuesta recompensa de la supuesta virtud. El texto de Crimp, para ser sinceros, no carece en absoluto de virtudes literarias, más bien al contrario. Pero nace ideológicamente viejo. Sus personajes recuerdan demasiado a los de Müller que, por cierto, interpretaron maravillosamente Anna Lizaran y Lluís Homar en el Lliure en 1994. Es cierto que a veces Crimp intenta desmarcarse por la vía cruenta, añadiendo gore al erotismo, y entonces recuerda al teatro in-yer-face con el que nos escandalizaba Sarah Kane en los 1990. Sólo que Quan ens haguem torturat prou está escrita treinta años después, y no hay nada mejor ni distinto en él que en sus ilustres antecesores. En verdad, tendríamos que alegrarnos de que su provocación haya envejecido tan mal: que ya no nos escandalice lo que nos escandalizaba antes. También de la normalización del travestismo escénico, que ya practicaban el Hamlet y el Valmont de Müller cuando se caracterizaban de Ofelia y de Merteuil en los 1970 y los 1980. Y, sobre todo, que entendamos que la performatividad de género no se reduce a vestir a un hombre de mujer o viceversa. Si no, todo el teatro isabelino habría sido una gran fiesta performativa, cuando sus maravillosos versos blancos transpiraban un notable machismo, y su transformismo era fruto de la censura femenina y sólo servía al chascarrillo entre varones.
Magda Puyo ha dirigido Quan ens haguem torturat prou en clave musical y paródica. Arranca la función con una sorprendente obertura tecno, coreografiada como un videoclip de los 1990, en que los seis intérpretes se presentan al público vestidos de chaqueta y corbata. Luego llegan los torturados escarceos del Hombre y la Mujer de Crimp, de la Pamela y el señor B. de Richardson, que se arrebatan un micrófono de mano como aparatoso símbolo de poder, en un espacio diáfano que deja en sus márgenes claroscuros el mobiliario que podría historizarlo y ordenar su movimiento. Y eso otorga una extraña libertad escénica a una protagonista cuyo secuestrador le ha advertido, por activa y por pasiva, que vive encerrada bajo siete llaves y que no podrá escapar nunca.
El mayor problema, sin embargo, es una dirección de actores que distingue pocos registros en las incisivas frases de Crimp y que recurre al clown para romper la monotonía, como el parlamento donde la Mujer de Anna Alarcón remeda al Hombre, uno de los pasajes intelectualmente más lúcidos de la función, recitado a tal velocidad que es imposible entender sus palabras pero que, a cambio, tendría que hacernos reír. También hay un desajuste entre el amable tono y las crueles frases de un Xavi Sáez que transmite una bonhomía impropia de su autoritario personaje. Alba Gallén y Neus Soler, en cambio, en su histriónico papel de Lolitas, cumplen las exigencias del guion y cantan hermosamente las canciones originales de Gerard Marsal, una inteligente solución de Puyo para reutilizar el propio libreto como puente de una escena a la siguiente. También aguanta muy bien Guim Oliver en el sufrido papel de objeto sexual masculino, y brilla la señora Jewkes de Cristi Garbo cuando entona el bello epitalamio de la variación XI, el momento más logrado de una función que, con la música de Marsal, remonta en su último tramo.
Programar Crimp en el TNC es y será siempre de agradecer. No andamos tan sobrados de dramaturgia anglosajona contemporánea en los escenarios de Barcelona, aunque en los últimos tiempos hayamos disfrutado algún Caryl Churchill (dirigido por la propia Puyo en el Lliure), algún Alan Bennett y algún Kane entre el Akadèmia, el Tantarantana, la Sala Atrium y el propio TNC. Parte del mérito, hay que decirlo, es de valientes editoriales como Comanegra, que en menos de un año ha sacado este penúltimo Crimp en la versión catalana de Víctor Muñoz. Las reseñas anglosajonas de Quan ens haguem torturat prou, sin embargo, hacían temer que este posdrama no era el mejor de su autor, por más que su estreno en Londres contara nada menos que con Cate Blanchett en el rol de Mujer. Como decía Michael Billington en The Guardian, uno tendría que haber pasado los últimos diez años en un convento de clausura para dejarse escandalizar por las escenas de Quan ens haguem torturat prou. Afortunadamente, hemos avanzado en ese terreno, aunque aún quede mucho por recorrer. Y podemos decir que no se ha acabado el arte, ni la filosofía, ni la historia, que algunos clásicos ya están bastante reescritos y que el feminismo ha calado lo suficiente como para ser críticos con sus versiones más ingenuas.