"Adela (Women’s white long sleeve sport shirts)" presenta una dona acusada d’haver comès un crim. A mesura que l’acció avança, veurem com Adela anirà desgranant els seus arguments de defensa davant la interpel·lació d’un passat que retorna una vegada i una altra a la seva ment. Aquesta serà l’excusa per tal que l’espai escènic es converteixi en el centre de la tempesta humana, on veritat i invenció seran la trama inseparable i difosa d’un mateix destí de condemna i salvació.
Daniel Veronese aterrizó en Madrid allá por 2007 con unas reescrituras de Chéjov que entusiasmaron al público y la crítica. Tío Vania se transformaba en un porteño Espía a una mujer que se mata. Las tres hermanas eran tres hermanos en Un hombre que se ahoga. El sutil Chéjov del subtexto y las acciones indirectas saltaba por los aires con unas familias hiperactivamente desestructuradas, con una metateatralidad muy fresca y voladuras controladas de humor absurdo que completaban la fórmula del éxito. Pero en las mismas fechas, Veronese estrenaba también piezas enteramente propias, como Mujeres soñaron caballos. La fórmula era parecida aunque ya no estaba Chéjov en la falsilla. De nuevo había familias disfuncionales, humor verboso y disparatado, el teatro hablando de sí mismo y una acción ciclotímica en espacios pequeños. Pero ya no era igual. El Veronese original no tenía el brillo del Veronese chejoviano.
Adela es un original de Veronese. Llegó a Barcelona en 2015, a la terraza de La Villarroel, con el mismo equipo que ahora lo repone en el Tantarantana. Y como aquellos ‘Terrats en Cultura’ de hace seis años, la sala del Raval ha puesto el monodrama veronesiano en una terraza, el Àtic 22, a cielo abierto. Pero con Adela pasa algo parecido que con Mujeres soñaron caballos. El original no tiene la fuerza de las reescrituras, aunque comparta algunos rasgos y salga de la misma pluma. Adela tiene su propia perturbación familiar: aquí un cuñado que acosa a la protagonista y que acabará con un expeditivo tiro en la nuca. Ha desaparecido, eso sí, el humor absurdo, por no decir el humor a secas. Pero hay dejos de metateatro, con las continuas interpelaciones de Adela a un público imaginario, solapado con el real, que le hace imaginarias preguntas para hacer avanzar la historia. El problema es que la historia nunca avanza del todo. Zizgaguea, se revuelve pero no levanta el vuelo. El clímax, la escena del asesinato, se despacha en pocos segundos. Los silencios pensativos de la protagonista se alargan hasta caer en la atonía. Y el final es tan abierto que apenas proyecta un sentido retrospectivo.
Mireia Gubianas carga con el irregular peso de la función. Encarna al señor Carve, el violento vecino de Adela, en sus conversaciones paternalistas y admonitorias. Encarna al indeseable cuñado, que se autoinvita en casa de Adela y le hace gestos obscenos con el dedo. Y encarna a la propia y dispersa Adela, que deambula por la terraza, entre sus macetas y una vieja radio, como entre los dos hombres violentos que arruinan su vida. Pero la sensación es que Gubianas no tiene espacio para sumergirse en sus personajes. Las autointerrupciones constantes del texto, los alargados tiempos muertos, la interacción azarosa y banal con la radio y el apóstrofe continuo al auditorio estancan la función en una tensión desvirtuada. Y no es culpa de Gubianas si el texto de Veronese no acaba de dibujarse, como no es culpa de Adela que su cuñado la acose o que su vecino le ponga una pistola entre las manos. Es que los veroneses originales no tienen el empaque de los veroneses chejovianos, por mucho que los acompañe una solvente actriz y unos inmejorables exteriores.