Després de l’èxit d’Estado vegetal, on Manuela Infante explorava com senten, pensen i es comuniquen les plantes i la seva relació amb els humans, ara la dramaturga xilena es fixa en el foc, en la seva omnipresència i en la seva potència devastadora i transformadora.
Incendios forestales se desatan en tierras explotadas. Pozos de combustibles fósiles arden a la intemperie. El globo hierve. Neumáticos y semáforos en llamas sirven de barricadas en las calles de la ciudad. Ataques incendiarios que en un solo destello iluminan opresiones oscurecidas por décadas. Discursos inflamados. Chispas que se propagan contagiando revoluciones. Un fuego fuera de control abraza el mundo en el que vivimos. El futuro hecho humo, parece que se nos escapa. El fuego no solo destruye. El fuego ilumina. El fuego transforma aquello sobre lo que desata su furia. Sentadas con la cabeza entre las manos, tantas veces lo miramos hacerlo, ensoñadas. No es la incendiaria la que crea fuegos. Es el fuego el que educó a la incendiaria. Un extraño a nuestras intenciones y distinciones, el fuego, fuerza inhumana, que ruge. Con Fuego Fuego continuo mi búsqueda por un teatro no-humano, poniendo a reverberar en la escena el rugido de ese negro animal.
Aplausos a Héctor Morales y Núria Lloansi. Los dos intérpretes de Fuego, fuego, el último texto estrenado por Manuela Infante. Aplausos a dos cuerpos, su presencia física y aportación a una obra integrada en el teatro no humano que defiende con altura intelectual y contundencia teórica la autora y directora chilena. Se aplaude el sudor en una producción en chocante contradicción: aspira a ser la nueva frontera del teatro contemporáneo y se recibe como un teatro que participa de las expresiones clásicas de la modernidad. Más pasado que futuro, con el montículo de Happy Days de Beckett elevado a categoría de tótem alegórico. Infante desarrolla en esta función su polifonía ígnea con la ortodoxia de las escuelas post-humanistas que desde el centro de Europa llegan en sucesivas olas estéticas desde hace décadas.
Un teatro que ella busca ajeno al antropocentrismo y, quizá a su pesar, queda enganchado al código dramático que emiten los cuerpos dolientes. Y lo hace sin agotar la radicalidad que parece apuntar cuando a los intérpretes se les arrebata rostro y palabra y asoma la deshumanización actoral extrema que defiende Susanne Kennedy en sus montajes. Pero en algún momento Infante se apiada de lo humano para rescatar de las sombras esos cuerpos, necesarios para revivir y recordar, para participar del juego de la eterna condena y del mensaje político subyacente.
Desprendidos de la mortaja alienante -el doppelgänger cadáver ya aparece en Cómo convertirse en piedra, su anterior montaje- se adueñan de memoria e identidad para hacerse descifrables ante el público. Recuperados de la amnesia del Leteo se reconocen como las víctimas del fuego que arrasó en 2017 el asentamiento de Santa Olga. Un poblado de barracas que subsistía gracias a la explotación maderera; asolado por la ola de incendios forestales que sufrió Chile ese año. Dos figuras carbonizadas, mineralizadas, como todos sus enseres, como todo su paisaje. Metáforas de la violencia sobre los cuerpos para reflexionar sobre ecologismo, la caza de brujas, la santa tortura patriarcal (la pira de Juana de Arco), la opinión incendiaria, la venganza y la incapacidad humana de aprender de sus errores. Ahí está Nueva Santa Olga levantándose hoy sobre las cenizas de la vieja. Sus calles ahora asfaltadas, pero sus habitantes igual de sometidos a la violencia de la naturaleza agredida y el sistema agresor. Y en el TNC también cautivos de una forma pretérita. Tan sólida que fosiliza la revolucionaria savia dramática de Infante.