La Perla 29 ja vam assumir el repte d’escenificar-lo una vegada i ara, passats els anys, volem fer una segona represa. En Shakespeare vam trobar la llibertat. La llibertat total dins la mesura extraordinària dels seus versos. I tot d’una ens vam atrevir a pensar que podíem fer Hamlet, i això ens va fer una il·lusió boja, gairebé pueril. Va ser com la sensació de tornar a començar; de mirar-ho tot de nou i veure-ho diferent. Per això tenim moltes ganes de tornar-nos a trobar amb aquest personatge universal i de fer-ho d’aquesta manera, al cinema.
Fer Hamlet al Cinema Aribau. Una de les obres més importants del nostre teatre en una de les sales més emblemàtiques de Barcelona. Us convidem a l’encreuament entre teatre i cinema, arts agermanades que beuen una de l’altra i que Hamlet ha transitat nombroses vegades. La posada en escena en un cinema, la posada en escena d’un cinema: la sala que Antoni Bonamusa va projectar amb aires de Kubrick ara alberga momentàniament un teatre. Reviure la tragèdia del Príncep de Dinamarca, els plans que furga contra el crim familiar que el turmenta, les preguntes que li brollen de la sang que ha estat traïda i la llavor de la sospita que planta el fantasma del seu pare assassinat. Una obra que engendra un obra dintre seu. Un joc de miralls infinit, calidoscopi de la petitesa humana sempre estesa en el joc de la realitat i de la ficció, on la veritat de la fantasia qüestiona immediatament la hipocresia d’aquest món. Com una fletxa que vola directa al cor fent esclatar les grans històries del cinema que atresorem des de la infantesa, reviurem la tragèdia de Hamlet i de la mítica cort de Dinamarca.
“Quina meravella
que el fill d’un pare assassinat, empès
pel cel i per l’infern a la venjança,
desfogui el cor només vessant paraules
i dient penjaments com una puta,
com el criat més baix…
Vergonya! Oh, vergonya!
Mou-te, cervell!… Sovint he sentit dir
que a algun espectador culpable, en el teatre,
l’enginy i el realisme d’una escena
li ha arribat tant al cor que allà mateix
ha confessat les seves culpes.”
HAMLET, Acte II’
Siempre es interesante preguntarse por qué un director se siente atraído por determinado texto en una etapa de su trayectoria artística. Más todavía interrogarse por qué regresa al mismo texto una década más tarde. Y aquí está de nuevo el público esperando respuestas con el segundo Hamlet de Oriol Broggi; sentado a tres bandas, contemplando como pasan las nubes en un precioso diorama digital. Igual que hace diez años. Sólo que no es la Biblioteca de Catalunya. Esto es la sala principal del Cine Aribau, con su lujo sesentero diezmado por una gradería temporal suspendida sobre las butacas. Un público separado del escenario elevado por un foso. Escenario que se adentra como una plataforma isabelina.
Detrás, imponente, la gran pantalla. El reclamo de una producción que anuncia el encuentro entre cine y teatro. Un experimento que se espera como Godot. Un descomunal campo de pruebas. Cuando parece que la apuesta es insertar el lenguaje cinematográfico, hacer meta-teatro con el fuera de campo y se acierta de pleno con el contraplano del rey Claudio (Carles Martínez) y su rostro tenso por la rabia ante la acusación pública que lanzan los cómicos, se abandona esa línea para favorecer el uso puramente escenográfico, trabajar luego el tiro de cámara alternativo -siguiendo los paso de Jatahy o Castorf-, jugar después con el directo y el grabado (Hamlet ante el fantasma del padre, evocando la fantasmagoría holográfica de Obi-Wan-Kenobi), o invocar la grandiosidad de los rostros frontales de Castellucci. También sirve para lanzar clips de una videoteca que cuesta relacionar con el propósito dramatúrgico. No se acaba de dilucidar si multiplican, ilustran, cuestionan o dialogan con la tragedia de Shakespeare.
Sorprende que este elemento físicamente tan protagonista casi nunca se imponga a una lectura muy doméstica de Hamlet, aunque se pinte Elsinor como un Walhalla wagneriano. Así entra el costumbrismo en este montaje, con Polonio (Toni Gomila), Guildenstern y Rosenkrantz y los cómicos competiendo por el favor y la simpatía del público con los fools-sepultureros. Si con Julio Manrique hace una década había un discurso de la furia, con Guillem Balart todo tiende a unas tribulaciones más pequeñas, de familia corriente desconcertada por el comportamiento de su hijo, rejuvenecido hasta una tardía adolescencia y su montaña rusa hormonal. Una edad que Balart expresa con emociones tan sinceras como explosivas e inconexas y un cuerpo que tiende a encerrarse en si mismo, como un hikikomori expulsado de su habitación por el fantasma del padre y la promesa de una venganza. Un personaje arrastrado por los acontecimientos como casi todos en esta puesta en escena. Sobre todo los dos personajes femeninos. Si la reina Gertrudis (Míriam Alamany) es casi una sombra de Claudio, la Ofelia de Elena Tarrats -que parece incómoda con la métrica shakespeariana- es prácticamente una aparición decimonónica, con la escena de la locura heredada de Lucia di Lammermoor. Que Broggi prefiere esta vez el tono privado -que lo haga precisamente en la monumentalidad del Aribau no deja de ser un detalle curioso- se percibe también en cómo destaca la intimidad de la escena del tercer acto entre Gertrudis y Hamlet, el encuentro madre e hijo nunca tan desprovisto de corona, y se resuelve sin trascendencia ni nervio trágico la masacre final. Y una última pregunta: ¿por qué cierra Broggi Hamlet con un gesto prestado de la simbología medieval de El séptimo sello de Bergman? Un texto que és contemporáneo con el pensamiento de Bacon y anuncia en sus monólogos el existencialismo.